Vieja y nueva, un clásico de los domingos en la
ciudad, la feria se extiende por varias cuadras en el barrio Cordón. Comienza
–es una forma de decir, porque uno se puede sumar en cualquier tramo– en Tristán
Narvaja y la avenida 18 de Julio: los primeros puestos que parecen amontonarse
en esa esquina ya exhiben la diversidad, el carácter de la feria. Sobre una de
las veredas, jaulas de animales domésticos, peceras y plantas; en la de
enfrente, posters y afiches –del Che Guevara, de Bob Marley, entre tantos otros
personajes– y películas en dvd. En el medio, dos carriles de puestos de
mercadería fresca. Entre la enorme cantidad de gente que la recorre, se recortan
los árboles y los toldos multicolores que parecen funcionar como el techo de
este mercado único, que se vio por primera vez en 1909.
La feria de Tristán Narvaja obliga a palabras de
otros años, como chucherías . Se camina lentamente entre los puestos y
avanzar un par de cuadras hacia el corazón de la feria es como ir y volver en el
tiempo. Se necesitan varias horas (la feria empieza a desplegarse alrededor de
las 10 de la mañana y termina hacia las 15) para recorrer siete cuadras. Porque,
además, en cada esquina Tristán , como se la conoce, se abre hacia las
calles transversales. Vale la pena hacer el desvío porque allí están los puestos
de libros viejos y usados. Al recorrido se suman, además, al menos dos calles
paralelas a Tristán Narvaja.
Un mundo para vagar. En su novela “El amante del
volcán”, Susan Sontag dice: “¿Para qué entrar? Sólo para jugar (...). Pero
quizá no para hacer una oferta, para regatear, no para comprar. Sólo mirar. Sólo
vagar. Libre de preocupaciones. Sin nada en mente” .
En ese vagabundeo se sigue armando la lista de
objetos: juguetes viejos de lata, plantas, pipas, billetes, postales y
estampillas antiguas, jarrones de todos los tamaños, las botellas de vidrio en
las que se vendía leche, latas de frutas exóticas de China o de Brasil, pilas,
muebles de jardín, platos y cubiertos, flores de plástico y naturales, clavos y
tornillos, llaves, sábanas, toallas y ropa interior, vinilos de los Beatles,
fotos familiares de principios del siglo XX, monstruitos de plástico, fruta,
chivitos al paso, bijouterie. Hay una leyenda urbana que cuenta que un
coleccionista, en su propio deambular, encontró un violín firmado por
Stradivarius.
En cada cruce de calles, la música le da más
vida a Tristán Narvaja. Jazz, tango y candombe, que tocan músicos jóvenes
sentados en banquetas a las puertas de un bar, se cruzan con los gritos de los
feriantes, que anuncian las ofertas de última hora. O sobre diálogos de este
tipo: – No se pueden sacar fotos en la feria porque después viene cualquiera
y hace réplicas para vender. Acá todo es único –, avisa uno de los
feriantes, que despliega su oferta sobre un retazo de terciopelo.
No hay una guía para recorrer la feria, pero
cierta tradición no escrita indica que, de ida, se camina por la vereda
izquierda y, de vuelta, por la derecha. Tristán Narvaja cambió con los años y,
al mismo tiempo, sigue igual: se sigen vendiendo manteles de hule y encajes,
fideos por kilo y figuritas de cartón. Datos de esa economía, de esa
acumulación tan particular que se pone en juego.
.
INFORMACION
www.montevideo.gub.uy
www.turismogub.uy.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario