jueves, 6 de junio de 2013

ITALIA: VENECIA: El juego exquisito de perderse

El juego exquisito de perderse en Venecia
Cómo volver al punto de partida tras alejarse más de lo previsto. La ciudad invita a guardar los mapas para abrirse camino entre máscaras coloridas, callejuelas sin salida, mozos desatentos y clásicos imperdibles

VENECIA (El Mercurio, GDA).- El tren avanza por la vía férrea mientras su sombra se proyecta sobre la laguna. Sólo quince minutos separan el continente de Venecia. La imagen gris de Mestre y Marghera, un moderno complejo industrial de 170.000 personas, no se alcanza a diluir cuando frente al viajero aparece una franja anaranjada, suspendida entre el agua y el cielo. Poco a poco se distinguen sus cúpulas, sus torres, sus techos altos de tejas arcillosas. Venecia ya no es rica ni poderosa como hace un milenio, pero existe y eso aún impresiona.
Venecia ostenta la insólita cifra de 10 millones de visitantes al año. Recorrerla fuera de la temporada alta permite caminar por la plaza San Marcos sin sentirse parte de un rebaño. O admirar los Tiziano de la Academia a todo lo ancho y alto. Hasta los mozos en los restaurantes son más atentos.
Una de las quejas habituales de los turistas es que en Venecia nadie se desvive por atenderlos. Como decía la escritora Jan Morris, el ejercicio de ensayo y error que han realizado durante los últimos doce siglos ha permitido a los venecianos descubrir cuál es el esfuerzo mínimo que requiere el visitante. Y ocurre lo que Visconti muestra en Muerte en Venecia, cuando el protagonista no consigue que el gondolero lo lleve donde él va, o lo que Ian McEwan relata en El placer del viajero: el turista americano sentado en un café de la plaza San Marcos parece ser invisible para los atareados mozos.
Pero en estos días hay sitio de sobra en las cafeterías Florián y Quadri, que miran directamente a la plaza. Y por 7,5 euros uno recibe, en bandeja plateada, un generoso café latte. Los turistas se sacan fotos en medio de un mar de palomas, una avalancha de alas que se deja caer sobre sus brazos y hasta sobre sus cabezas. Ellos sonríen y uno también, mientras una lámina de chocolate se funde en la taza de café.
 Como en el cine
Venecia, que cada año pierde población (la gente prefiere tener casa con patio en Mestre a convivir con la parentela en las viejas casonas venecianas), se hunde dos milímetros por año. Eso significa que en 1500 años estará bajo el agua, a menos que alguien financie alguno de los innumerables proyectos destinados a rellenar las bases de la ciudad y ganar así uno o dos milenios más.
La inevitable muerte de Venecia es un cliché del cine y las novelas. Y se percibe también en los escaparates más kitsch de las calles aledañas a San Marcos o el Rialto, donde se mezclan esas inquietantes máscaras venecianas con comederos de lúgubre aspecto. Pero basta encontrar el campo de la iglesia Santa Margherita, o el de Santa María Formosa, para descubrir que hay vida en la ciudad.
Es miércoles, poco después de las 5 de la tarde, anochece y los vecinos han sacado a sus hijos a jugar a la plaza de cemento frente a la iglesia de Santa María Formosa. No hay parques en Venecia, sólo pequeños jardines privados muy bien ocultos por los altos muros, mientras un señor que vende frutas bajo un toldo verde pretende cobrar dos euros por un racimo de uvas y, sentado fuera de un café, un tipo de abrigo negro y anteojos lee Scusa si te chiamo amore, el último best seller romántico italiano.
Hay dos formas de encontrar este lugar. Una es sufrir con el mapa en las manos, porque los planos comunes no muestran los giros que dan las calles ni todos los sottoporticos (esos pasadizos bajo los edificios). La otra es descubrirlo de improviso, después de haberse perdido en el laberinto veneciano.
Ese es el viaje más placentero en Venecia. Ocurre que, por ejemplo, el caminante avanza por una calle estrecha, se topa con un muro, dobla a la derecha o a la izquierda sin saber lo que le espera, hasta que el muro se interrumpe y aparece un pasillo más angosto que el anterior, y más oscuro, pero entonces ve adelante a una mujer que lleva un par de bolsas de Prada y, bueno, si ella se atreve, por qué uno no. Al final el pasillo se abre y hay un canal, un puente más a la derecha y una tienda de papelería veneciana. Y una mujer que pinta una máscara de papel maché detrás de una vitrina levanta la vista y saluda.
 En vaporetto
En Venecia hay boutiques elegantísimas que miran a viejas paredes de ladrillos, y ventanas pequeñas a las que uno se asoma y descubre restaurantes desbordados de entusiastas comensales. Son los premios que uno recibe por jugar a perderse. Hay una sola regla: jamás regresar por el mismo camino. Lo normal es terminar igual en un sitio que ya se visitó. Pero también puede pasar que anochezca, el visitante se aleje demasiado, poco a poco deje de ver a otros turistas y empiece a encontrar señoras con bolsas de almacén, y cuando ya piense en que la última tienda estaba cinco cuadras más atrás, sienta un viento helado que le pega en el rostro y termine asomándose al otro extremo de Venecia, donde no hay tiendas Valentino ni Versace, sino sólo un supermercado nada glamoroso y una estación del vaporetto que se llama Ospedale. El turista saca el reloj y, uf, son recién las siete y media. La línea 42 pasa hasta después de las ocho.
Habrá que bordear en vaporetto la isla de San Pietro di Castello y la de Santa Elena, con el enorme parque que alberga la famosa Bienal de Venecia, para regresar al fin a la estación de la plaza San Marcos y de ahí buscar un lugar donde comer un buen fritto misto, esa mezcla de mariscos y pescados salteados tan propia de este sitio que, antes de ser imperio, fue refugio de pescadores.
Ya en tierra firme y con la intención de encontrar una osteria muy recomendada en la zona del Rialto (ver enseguida), el visitante llega a una plaza que, esta vez sí, parece ser el final del camino. Dos venecianos jóvenes, que beben cerveza junto a una pizzería muy iluminada, dejan su conversación y miran al turista con expresión divertida. Non chiuso, aperto (no está cerrado, está abierto), dice uno de ellos, apuntando a lo que parece ser el umbral de una casa. Basta asomarse para ver que el veneciano dice la verdad. Cruzando el umbral se extiende otra callejuela. Venecia espera. El juego no ha terminado.
 Los inevitables
Si usted es de esos que se siente en falta si no ve las cosas importantes de un destino, aquí va su lista de deberes. Lo primero es comprar un ticket para el vaporetto por los días que estará en Venecia: si paga una vez, podrá moverse libremente (el de 48 horas cuesta 26 euros, por ejemplo).
La línea 1 se detiene en todas las paradas intermedias, así que es una buena manera de recorrer el Gran Canal. Bájese en San Marcos. Allí está el Palacio Ducal (12 euros). Tiene una visita regular y otra por los pasadizos secretos, que requiere reserva previa. No olvide cruzar el Puente de los Suspiros, que conecta con la antigua cárcel, y era el camino que seguían los condenados.
A diez pasos está la basílica de San Marcos. Sin pagar, uno puede admirar los mosaicos de estilo bizantino que cubren las paredes, pero ver la Pala de Oro, un retablo revestido de oro y adornado con piedras preciosas, cuesta 3 euros. Calcule 8 más para subir al campanario.
Caminando hacia el Norte está La Fenice, el teatro que se quemó en 1996 y en 2003 fue reabierto. Un ticket para la ópera cuesta entre 10 euros (el peor asiento, no se ve el escenario) y 180 en platea.
Al otro lado del Gran Canal se encuentra la Colección Peggy Guggenheim, el museo de arte moderno más importante de Italia (está en el palacio que la millonaria habitaba y ahí se exhibe, básicamente, su colección privada, que incluye obras de Picasso, Kandinsky y Dalí, entre otros. La entrada general cuesta 10 euros). Y está, por supuesto, la Galería de la Academia, donde hasta el 20 de este mes se muestra una selección de desnudos pintados por Tiziano. La entrada, 10 euros.
Si después de esta maratón cree que ya no puede más, no importa: en Venecia las tiendas y los restaurantes cierran temprano (a las 10 ya no hay cocina). Así que no se sienta culpable de irse a dormir, incluso en Venecia.
Marcela Aguilar
 DIAS DE PELICULA
Un solo film argentino compitió, hace dos semanas, en el Festival de Venecia. Fue En el futuro, de Mauro Andrizzi, que viajó para presentar su obra junto con la actriz Lorena Damonte y el editor Francisco Vázquez Murillo. El festival se realiza en Lido, una isla a 15 minutos en vaporetto de San Marco. Luego de tres noches como invitados en un pequeño hotel antiguo, los tres argentinos se quedaron en un departamento alquilado desde Buenos Aires. "Lido es un balneario precioso -cuenta Lorena-, donde se destaca la playa, esa que filmó Visconti en Muerte en Venecia. El protagonista miraba a un joven bajo el sol desde el Hotel de los Baños, que se puede visitar, pero estaba en refacción." El departamento estaba cerca de la Gran Viale Santa María Elisabetta, "una calle bonita con bares, heladerías, tiendas de ropa y locales con bijou de cristal de Murano". Lo mejor para ellos era caminar por la Lungomare Marconi, avenida del mar, todos los días hasta el Palacio de Cine. "Y elegir algún carrito para deleitarnos con panini de salmón o calamares (por 3 euros). A la noche, una fija era el mejor carrito de Lido: El Pecador, menú vegetariano para la dama, hamburguesas completas para los dos caballeros."
El hotel Excelsior es el centro de atención. Allí se alojaban las estrellas -como Quentin Tarantino-, que compartían el espacio con los acreditados, en jardines frente al mar.

DATOS UTILES
 Comer
Osteria di Santa Marina (Castello, Campo Santa Marina 5911, www.osteriadisantamarina.it ).
Menú de degustación, 55 euros por persona.
.Da Fiore (San Polo 2202, calle del Scaleter), el más clásico,
cuesta unos 100 euros por persona (con vino).
.Osteria Vecio Fritolin (Rialto, Calle della Regina 2262, www.veciofritolin.it ).
Destaca su fritto misto; 50 euros por persona.

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