Cerca del pintoresco casco antiguo y el río, esta ciudad ofrece variadas opciones para visitar lugares en los que reina una naturaleza en calma
Aunque relojea a Buenos Aires
desde la orilla opuesta del Río de la Plata, Colonia del Sacramento no reniega
de su inconfundible identidad uruguaya, estampada en el paisaje urbano y
natural. El resto -eso de la tranquilidad a toda hora y el ritmo lento,
despreocupado- lo aporta el espíritu de su gente y lo disfrutan los colonienses
y sus visitantes.
PRIMER DIA
8.00 Desde las fotos que decoran el restaurante del hotel Sheraton, Colonia es un páramo en el que todo está por hacerse a principios del siglo XX. Las imágenes color sepia contrastan con los colores vivos de una colección de fuentes y platos de loza, la cava de vinos y el desayuno frugal de jugos de pomelo y naranja, cortes de melón, sandía, mango, cítricos y facturas (bizcochos, en versión oriental).
9.00 Unos pasos y unas cuantas palmeras separan el colosal 5 estrellas de los últimos vestigios del destino de grandeza que el empresario naviero Nicolás Mihanovich soñó para el barrio Real de San Carlos, a 5 km del centro. La monumental estructura morisco-española de la Plaza de Toros remite a gloriosas jornadas de lidia. Pero apenas hubo ocho corridas entre 1910 y 1912. Las graderías albergaban a damas y caballeros de la aristocracia porteña, que también cruzaban el charco en vapor para hospedarse en el hotel, recrearse en el frontón de pelota vasca y encontrar en el casino lo que les era vedado por ley en Buenos Aires.
10.30 La fina llovizna, aliada con una bandada de zorzales, remueve un tupido alcanfor bajo el campanario de la capilla San Benito, una joya de 1761 sostenida por paredes de adobe sin cocer, trozos de tejas y piedras, techo de cinc y cielorraso de pinotea. El viaje en el tiempo continúa en un panel con ofrendas de plata dejadas por los fieles y registros de bautismos y entierros del siglo XVIII.
12.00 Novillos bien gordos obstruyen el paso en un camino de tierra de 3 km, que se desvía de la ruta 21 y recorta un trigal encendido de amarillo. Es una señal auspiciosa: un rato después, en la estancia Villa Celina, Néstor Raimondo y su hijo Wilde sirven un asado, que acaba de ponerse a punto sobre leños de coronilla. En la sobremesa, el dueño de casa describe las labores del tambo, mientras cuela anécdotas y leyendas cobijado por un ciprés. No queda tiempo ni apetito para el prometedor guiso ensopado, la especialidad de su hija Evangelina.
14.30 Hacia el norte, las múltiples formas que adopta la cuchilla empiezan a deshacer el horizonte. En el Parque Nacional Anchorena, ese entorno tan agradable para los sentidos incorpora una legión de ciervos axis, ceibos bien rojos, praderas manchadas de violeta por jacarandáes, araucarias, tipas, robles y cardenales de copete rojo que revolotean la casona de estilo normando, posada de cara al río desde 1915. Algo borroneado por la bruma, cada detalle de este encantador bosque reluce desde la torre-mirador de 75 m.
16.30 La naturaleza mantiene su poderosa presencia más al norte, en silenciosa complicidad con el río. En un mínimo resquicio que concede la vegetación, el antiguo pueblo-factoría Conchillas es una aparición perturbadora, con sus largos chalés de piedra amarillos y techos de chapa. En esas viviendas colectivas y el hotel Evans (de 1911) revive la historia de la compañía inglesa Walker, que se instaló entre 1887 y 1951 para extraer piedra de conchilla y arena. "Los materiales se sacaban en vagonetas y sirvieron para construir el puerto de Buenos Aires", recuerdan la ancianas Marta Morales de Telechea, Irma Ferri de Capelli y Rodolinda Colo, testigos de la época de oro.
17.30 A 20 km de allí, el guía Raúl Fraga repasa el tiempo de esplendor de la estancia Calera de las Huérfanas, que crearon los jesuitas en 1741 y tuvo al padre de José de San Martín entre sus administradores.
19.00 Así como es continuo el cruce con el pasado, en Colonia es un simple trámite ganar la confianza con su gente, dotada de una serenidad poco usual en la orilla de enfrente. Regreso a la ciudad y consigo disfrutar del generoso saludo y la invitación a la mateada, en el lugar indicado y a la hora exacta: la rambla, justo cuando el sol colorea el río y se pone detrás de la isla San Gabriel.
21.00 Ese momento incomparable se alarga en el restaurante Puerto Tranquilo, sobre la playa El Alamo. Bien al fondo del río empiezan a titilar las luces de Buenos Aires y el pescador Daniel Pérez honra a sus clientes con su afamada especialidad: filé de mochuelo a la plancha con papas y ensaladas. De yapa, el postre de chajá con frutas es matizado con las melodías de jazz y bossa nova del trío de José Grucci.
23.00 Los privilegiados que disfrutan de la noche son acariciados por una brisa casi imperceptible. Para terminar de delinear la atmósfera romántica, la luna llena ilumina el río, las calles empedradas y los veleros que se mecen junto al muelle de madera.
SEGUNDO DIA
9.00 Un café con leche con tres cruasánes (medialunas) es la excusa para espiar el patio desbordado de plantas del Beltrán, el más antiguo hotel y restaurante de Colonia, inaugurado en 1873.
10.00 Camino a Montevideo, dos hileras de palmeras rodean la ruta 1 y proponen un relajante paseo de 13 km. La campiña verde se diversifica con otras tonalidades que le aportan viveros, olivares, granjas y la vegetación nativa.
10.30 Los teros reciben a las visitas en picada y cantando en la bodega Bernardi, una de las nueve fábricas de vinos del departamento Colonia. "Prueben el frizante, después el tanat y finalmente la grapa, nuestra bebida insignia. Pero apenas un sorbo, para que no les resulte fuerte", sugiere tardíamente Roberto Bernardi.
11.30 El ritmo se aquieta aún más en el embarcadero Riachuelo, a 9 km de Colonia. Diez yates amarrados se rozan bajo un concierto de zorzales y calandrias, metidos en las entrañas de sombras de toro y ceibos. Gracias al privilegio de contar con un amigable guía uruguayo, se larga otra vuelta de mate.
13.00 A 25 km de Colonia, Santa Ana es un balneario perfumado por un bosque de 400 mil árboles. Beatriz Rivero, de la hostería San Guillermo, me impone una condición al facilitarme una bicicleta para admirar los jardines de los chalés y deleitarme con el río y la playa de arena de 8 km: al regreso, probar un chivito, tortas y panqueques de manzana y dulce de leche, sus obras más excelsas.
15.00 En la granja Colonia, Emilio Arenas revela su pasión de coleccionista: atesora 9 mil lápices y otros miles de ceniceros, postales, copas, cajas de fósforos, monedas, jarras, frascos y latas de bebidas. Desentendido del tiempo, el hombre no deja de hablar mientras invita a pasar a una sala de degustación de quesos y dulces artesanales.
17.00 Desde la Puerta de Campo hasta la Plaza Mayor, la Ciudad Vieja resume tres siglos de historia que sucesivamente forjaron portugueses, españoles y uruguayos. El poeta Gregorio Rivero Iturralde se dejó llevar por las callecitas empedradas que atraviesan farolas y casas revestidas de santaritas y, empalagado, elogió: "Jardín de piedra, añeja residencia del suspiro; aquí la piedra vive su recuerdo, sus arterias de guerra y delirio, sus memorias de bronce y armadura, confines de suelo discutido".
20.00 La provoleta con salsa portuguesa y el chivito desbordan los platos del restaurante Lo de Renata, de cuyos ventanales abiertos se cuela el chillido de los ciclomotores. Es una solapada invitación a compartir y quedarse largo rato, dos premisas que los colonienses no negocian por nada del mundo
PRIMER DIA
8.00 Desde las fotos que decoran el restaurante del hotel Sheraton, Colonia es un páramo en el que todo está por hacerse a principios del siglo XX. Las imágenes color sepia contrastan con los colores vivos de una colección de fuentes y platos de loza, la cava de vinos y el desayuno frugal de jugos de pomelo y naranja, cortes de melón, sandía, mango, cítricos y facturas (bizcochos, en versión oriental).
9.00 Unos pasos y unas cuantas palmeras separan el colosal 5 estrellas de los últimos vestigios del destino de grandeza que el empresario naviero Nicolás Mihanovich soñó para el barrio Real de San Carlos, a 5 km del centro. La monumental estructura morisco-española de la Plaza de Toros remite a gloriosas jornadas de lidia. Pero apenas hubo ocho corridas entre 1910 y 1912. Las graderías albergaban a damas y caballeros de la aristocracia porteña, que también cruzaban el charco en vapor para hospedarse en el hotel, recrearse en el frontón de pelota vasca y encontrar en el casino lo que les era vedado por ley en Buenos Aires.
10.30 La fina llovizna, aliada con una bandada de zorzales, remueve un tupido alcanfor bajo el campanario de la capilla San Benito, una joya de 1761 sostenida por paredes de adobe sin cocer, trozos de tejas y piedras, techo de cinc y cielorraso de pinotea. El viaje en el tiempo continúa en un panel con ofrendas de plata dejadas por los fieles y registros de bautismos y entierros del siglo XVIII.
12.00 Novillos bien gordos obstruyen el paso en un camino de tierra de 3 km, que se desvía de la ruta 21 y recorta un trigal encendido de amarillo. Es una señal auspiciosa: un rato después, en la estancia Villa Celina, Néstor Raimondo y su hijo Wilde sirven un asado, que acaba de ponerse a punto sobre leños de coronilla. En la sobremesa, el dueño de casa describe las labores del tambo, mientras cuela anécdotas y leyendas cobijado por un ciprés. No queda tiempo ni apetito para el prometedor guiso ensopado, la especialidad de su hija Evangelina.
14.30 Hacia el norte, las múltiples formas que adopta la cuchilla empiezan a deshacer el horizonte. En el Parque Nacional Anchorena, ese entorno tan agradable para los sentidos incorpora una legión de ciervos axis, ceibos bien rojos, praderas manchadas de violeta por jacarandáes, araucarias, tipas, robles y cardenales de copete rojo que revolotean la casona de estilo normando, posada de cara al río desde 1915. Algo borroneado por la bruma, cada detalle de este encantador bosque reluce desde la torre-mirador de 75 m.
16.30 La naturaleza mantiene su poderosa presencia más al norte, en silenciosa complicidad con el río. En un mínimo resquicio que concede la vegetación, el antiguo pueblo-factoría Conchillas es una aparición perturbadora, con sus largos chalés de piedra amarillos y techos de chapa. En esas viviendas colectivas y el hotel Evans (de 1911) revive la historia de la compañía inglesa Walker, que se instaló entre 1887 y 1951 para extraer piedra de conchilla y arena. "Los materiales se sacaban en vagonetas y sirvieron para construir el puerto de Buenos Aires", recuerdan la ancianas Marta Morales de Telechea, Irma Ferri de Capelli y Rodolinda Colo, testigos de la época de oro.
17.30 A 20 km de allí, el guía Raúl Fraga repasa el tiempo de esplendor de la estancia Calera de las Huérfanas, que crearon los jesuitas en 1741 y tuvo al padre de José de San Martín entre sus administradores.
19.00 Así como es continuo el cruce con el pasado, en Colonia es un simple trámite ganar la confianza con su gente, dotada de una serenidad poco usual en la orilla de enfrente. Regreso a la ciudad y consigo disfrutar del generoso saludo y la invitación a la mateada, en el lugar indicado y a la hora exacta: la rambla, justo cuando el sol colorea el río y se pone detrás de la isla San Gabriel.
21.00 Ese momento incomparable se alarga en el restaurante Puerto Tranquilo, sobre la playa El Alamo. Bien al fondo del río empiezan a titilar las luces de Buenos Aires y el pescador Daniel Pérez honra a sus clientes con su afamada especialidad: filé de mochuelo a la plancha con papas y ensaladas. De yapa, el postre de chajá con frutas es matizado con las melodías de jazz y bossa nova del trío de José Grucci.
23.00 Los privilegiados que disfrutan de la noche son acariciados por una brisa casi imperceptible. Para terminar de delinear la atmósfera romántica, la luna llena ilumina el río, las calles empedradas y los veleros que se mecen junto al muelle de madera.
SEGUNDO DIA
9.00 Un café con leche con tres cruasánes (medialunas) es la excusa para espiar el patio desbordado de plantas del Beltrán, el más antiguo hotel y restaurante de Colonia, inaugurado en 1873.
10.00 Camino a Montevideo, dos hileras de palmeras rodean la ruta 1 y proponen un relajante paseo de 13 km. La campiña verde se diversifica con otras tonalidades que le aportan viveros, olivares, granjas y la vegetación nativa.
10.30 Los teros reciben a las visitas en picada y cantando en la bodega Bernardi, una de las nueve fábricas de vinos del departamento Colonia. "Prueben el frizante, después el tanat y finalmente la grapa, nuestra bebida insignia. Pero apenas un sorbo, para que no les resulte fuerte", sugiere tardíamente Roberto Bernardi.
11.30 El ritmo se aquieta aún más en el embarcadero Riachuelo, a 9 km de Colonia. Diez yates amarrados se rozan bajo un concierto de zorzales y calandrias, metidos en las entrañas de sombras de toro y ceibos. Gracias al privilegio de contar con un amigable guía uruguayo, se larga otra vuelta de mate.
13.00 A 25 km de Colonia, Santa Ana es un balneario perfumado por un bosque de 400 mil árboles. Beatriz Rivero, de la hostería San Guillermo, me impone una condición al facilitarme una bicicleta para admirar los jardines de los chalés y deleitarme con el río y la playa de arena de 8 km: al regreso, probar un chivito, tortas y panqueques de manzana y dulce de leche, sus obras más excelsas.
15.00 En la granja Colonia, Emilio Arenas revela su pasión de coleccionista: atesora 9 mil lápices y otros miles de ceniceros, postales, copas, cajas de fósforos, monedas, jarras, frascos y latas de bebidas. Desentendido del tiempo, el hombre no deja de hablar mientras invita a pasar a una sala de degustación de quesos y dulces artesanales.
17.00 Desde la Puerta de Campo hasta la Plaza Mayor, la Ciudad Vieja resume tres siglos de historia que sucesivamente forjaron portugueses, españoles y uruguayos. El poeta Gregorio Rivero Iturralde se dejó llevar por las callecitas empedradas que atraviesan farolas y casas revestidas de santaritas y, empalagado, elogió: "Jardín de piedra, añeja residencia del suspiro; aquí la piedra vive su recuerdo, sus arterias de guerra y delirio, sus memorias de bronce y armadura, confines de suelo discutido".
20.00 La provoleta con salsa portuguesa y el chivito desbordan los platos del restaurante Lo de Renata, de cuyos ventanales abiertos se cuela el chillido de los ciclomotores. Es una solapada invitación a compartir y quedarse largo rato, dos premisas que los colonienses no negocian por nada del mundo
A
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