ROMA.- Más allá de sus colores y olores, de su gente y sus palacios, de los
pinos majestuosos que la protegen austeramente del sol, del río oscuro que baña
sus pies, de las hiedras que cubren los muros eternos, del agua deliciosa que
siempre fluye de sus mil fontanas y llena su topografía laberíntica de un
susurro universal; más allá del bienestar inexplicable que produce el simple
hecho de estar en ella, Roma es única.
No hace falta visitar sus excelentes museos, ni siquiera entrar en sus
iglesias frescas y barrocas para experimentar esta singularidad: la ciudad misma
es una obra de arte. Una obra de arte sin firma, una obra de arte lograda
durante casi 3000 años por el ingenio fortuito y colectivo de los romanos; una
obra de arte tan sublime como las maravillas que sólo la naturaleza sabe
producir; una obra de arte tan genial como el mundo mismo.
Alucinado por la belleza proverbial de la urbe, el filósofo alemán Georg
Simmel escribió: El más puro azar fue el que decidió en Roma qué forma total
habría de resultar de lo anterior y de lo posterior, de lo derruido y de lo bien
conservado, de lo consonante y de lo disonante . Más bien la impresión que
uno tiene al contemplar la ciudad desde el Pincio, sobre la Piazza del Popolo,
cuando cae el sol, es que en ella el más puro azar y la divina razón se
confunden en un entramado incomprensible.
Esta sensación tan especial que sólo Roma produce (Estambul es otra ciudad en
Occidente que se acerca a producir un efecto semejante, aunque su trágica
historia y dramática geografía la revisten de un halo demasiado oscuro) es
intoxicante y se impone al visitante con la violencia de mil legiones. Todos los
caminos conducen a Roma porque quien la visita sabe que volverá; porque las
miles de monedas arrojadas cada día a la Fontana di Trevi son una simple
formalidad. En cierto sentido, a Roma se vuelve, no se va.
A los costados del Pantheon
Cuesta irse de la Piazza del Pantheon. De día o de noche, con lluvia o con
sol, la visión del apoteótico templo a todos los dioses -en él descansan los
reyes Saboya- es uno de los puntos más altos del paseo por el centro histórico.
Sin embargo, quien atraviese la plaza y bordee el edificio llegará a la Piazza
di Santa Maria sopra Minerva, donde lo recibirá el simpático elefantito diseñado
por Bernini. La iglesia, edificada sobre las ruinas de un templo a Minerva,
tiene dos joyas que pocos conocen: una es su bóveda estrellada azul cósmico, que
emula graciosamente los colores del universo inteligible donde mora la diosa de
la sabiduría; la otra es una obra de Miguel Angel que los críticos unánimemente
han despreciado por considerarla inmadura: el Cristo Vencedor. Junto al altar se
alza el Cristo, atlético y musculoso, que sostiene una cruz significativamente
pequeña. Más allá del Pantheon, pero hacia la derecha, está el Caffè di Sant
Eustachio: según muchos, la meca del café en Roma.
El Coliseo y después
El anfiteatro Flavio, más conocido como Coliseo, es desde ya una visita
obligada y Roma misma resulta impensable sin su silueta monumental. Quien lo
rodee y cruce la calle tomará la vía di San Giovanni in Laterano y recorrerá la
cuadra de bares que constituye el epicentro de la noche gay romana.
Unos cien metros más adelante se halla uno de los complejos arqueológicos más
curiosos de la ciudad: la iglesia de San Clemente es una magnífica instantánea
del sincretismo cultural y religioso típico de los siglos tardíos del imperio.
La planta actual data del siglo XII, pero en el transcurso del siglo XX grupos
de arqueólogos descubrieron, primero, la planta subterránea de una iglesia del
siglo IV y, más abajo, en lo más profundo de las fauces de Roma, un templo a
Mitra en una edificación del siglo I de nuestra era; la visita es realmente
impresionante.
Frente a la iglesia está la excelente trattoria Luzzi, comedero romano típico
si los hay. Las especialidades son: penne all arrabbiata y pasta al salmone. La
mozzarella di bufala de entrada, el vino en jarra de vidrio y el tiramisú (un
auténtico poema) son de rigor. No costará más de 15 euros por persona.
Más allá de Piazza Navona
El corazón del centro histórico es la irresistible Piazza Navona, que
comprende el terreno antiguamente ocupado por el estadio de Domiciano. Hacia el
lado donde está la embajada de Brasil sale una estrecha calle que conduce a
Campo dei Fiori, donde Giordano Bruno fue ejecutado en febrero de 1600. Por las
mañanas, desde hace siglos se organiza allí un mercado de frutas y verduras; por
las noches, en cambio, se junta la juventud romana para beber. Accanto al
Farnese sirve tragos excelentes y The Drunken Ship no es un mal sitio para
disfrutar de cervezas varias. Deambulando por ahí de noche los más afortunados
pueden caer bajo el influjo mágico de una dama sueca que vive no lejos de ahí.
Justo detrás de la plaza se esconde uno de los rincones más exquisitos de la
ciudad, la Piazza Farnese, sede del palacio renacentista de la familia Farnese,
hoy convertido en embajada de Francia, y de la primorosa casa de Santa Brígida,
la monja sueca que en el siglo XIV bajó desde Escandinavia y esperó piadosamente
que el Papa volviese de su exilio en Avignon.
Detrás de Porta Pia
La puerta diseñada por Miguel Angel, a través de la cual pasaron los
bersaglieri de Garibaldi para tomar Roma en 1870, es la desembocadura de
la vía Nomentana, que desde hace un par de miles de años conecta Roma con el
noroeste del Lacio. Sobre ésta se levanta la Villa Torlonia, antigua residencia
de Benito Mussolini. Hace poco abierta al público, cuidadosamente restaurada y
en extremo opulenta, la casa y los jardines son testimonio invaluable de los
años dorados del menudo dictador.
Seguimos por vía Nomentana y a la altura de Viale XXI Aprile encontramos el
complejo arqueológico tardo-antiguo de Sant Agnese. Fundado por Constanza, hija
de Constantino el Grande, en el siglo IV, reúne la iglesia paleocristiana de
Santa Inés y el mausoleo circular de la propia Constanza. A minutos de ahí, en
la rotonda de Piazza Bologna, Procope sirve los mejores helados de la ciudad. El
pistacho y el chocolate amargo (fondente) no son de este mundo (el cono mediano
vale 3 euros).
Frente al Palatino
El monte Aventino, hogar del desdichado Remo, se alza a sólo pasos del Circo
Máximo frente al Palatino, y es uno de los rincones más privilegiados de Roma.
Sus mansiones violentadas por los siglos, sumidas siempre en una paz sepulcral,
sus arboledas, sus iglesias parcas y milenarias, sus calles de sampietrini
(empedrado), lo arrebatan del tiempo y el espacio, convirtiéndolo en una
postal viva de la eternidad de Roma.
La famosa cerradura de la villa que hospeda la Orden de los Caballeros de
Malta revela un secreto maravilloso y a pasos de allí, detrás de Santa Sabina
-una de las iglesias más legendarias de la ciudad, con su famosa puerta tallada
que contiene la más antigua representación del Cristo crucificado hallada en la
ciudad santa- se encuentra uno de los rincones más bellos de la Tierra: el
Jardín de los Naranjos. Cercado por un muro de época imperial, éste se asoma a
una amplia terraza sobre el Tíber, un sitio privilegiado para una siesta de
primavera o una tarde de verano cuando el sol fatiga la ciudad.
Datos útiles
En los alrededores de la estación Termini hay docenas de albergues,
pensiones y hoteles con los precios más accesibles de la ciudad.
Dónde comer
La pizza: salir a comer una pizza es en Roma un hábito impostergable
como el de ir a misa. La pizza no se comparte, es individual. Pedir una entre
varios puede llegar a ser considerado una afrenta y suscitar burlas, gestos de
fastidio e incluso rotundas negativas. En el centro histórico un clásico es Da
Baffetto (vía del Governo Vecchio 114). Pero las mejores pizzerías de la ciudad
se encuentran en el barrio estudiantil de San Lorenzo, detrás de la estación
Termini. Armando (Ple. Tiburtino 1) está entre las mejores. Antes de la pizza el
buen romano pide un fritto misto (plato con vegetales fritos, aceitunas
rellenas y bocadillos de bacalao). La cerveza italiana es de primer nivel, sea
Nastro Azzurro o Moretti. Raramente gastará uno más de 15 euros por persona en
una pizzería.
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