lunes, 10 de junio de 2013

SUDAFRICA: El espíritu de la aventura

Sudáfrica, el espíritu de la aventura

Más allá de las atractivas reservas naturales y los safaris fotográficos, Sudáfrica despliega propuestas alternativas para los viajeros que llegan en busca de historia, adrenalina, playas y un intercambio más estrecho con la cultura local.
 
Durban, una ciudad imponente y de playas amplias, a orillas del océano Indico. 
En las cuevas de Sterkfontein, a 50 km de Johannesburgo, se halló uno de los dos restos fósiles más antiguos de la humanidad. 
El Waterfront, antiguo puerto de Ciudad del Cabo, fue recuperado y ofrece tiendas, restaurantes y agitada vida nocturna. 
Sudáfrica ofrece una gran variedad de safaris, siempre convocantes. 
La casa de Nelson Mandela en el barrio de Soweto, en Johannesburgo, es hoy un concurrido museo.
La imagen de las películas está bien.
Sudáfrica es una infinita sabana manchada de colorado por el sol que destiñe cuando se va. Es un rinoceronte, tan monstruoso como solitario, que atraviesa un riacho. Jirafas, chitas, elefantes y cebras bien despiertas y en estado natural, no como las ven los chicos en los zoológicos. Sudáfrica es un jeep cargado de turistas que vadea el camino. Pero esa postal es sólo una parte de Sudáfrica guardada en el inconsciente colectivo.
El país más austral del continente africano también ofrece otras mil opciones, cada vez más aprovechadas por jóvenes de todo el mundo y viajeros que buscan una alternativa a los circuitos más famosos, más tradicionales.
Destinos como Johannesburgo, Durban o Ciudad del Cabo (que para muchos argentinos quedaron asociados, después de 2010, a la imagen de Diego Maradona con un traje gris y el sueño de otro Mundial trunco) derraman cultura local, excursiones que describen la impactante historia reciente y las esquirlas del apartheid, paisajes que se graban a fuego en la retina y puertos populosos que convierten a Sudáfrica en la balanza con el peso justo entre Oriente y Occidente. Un país en el que se puede descansar, pero que, al mismo tiempo, propone un ritmo frenético para aquellos inquietos que no sólo quieren visitar las ciudades, sino vivirlas a fondo.
La capital del corazón
El pueblo negro sudafricano, ese que recuperó la dignidad y libertad hace 19 años con las primeras elecciones masivas (hasta 1994, sólo votaban los blancos) y la nueva constitución impulsada por Nelson Mandela, siente a Johannesburgo como su capital. Aunque no lo sea (Pretoria es la capital administrativa; Bloemfontein, la judicial, y Ciudad del Cabo, la legislativa), la gente se identifica con esa aglomeración urbana en la que nació la resistencia estudiantil al apartheid, a fines de los años 70, y que hoy es la más poblada y extensa del país.
Lejos de la locura de los edificios y los bancos de Sandton –el barrio financiero– o las avenidas del centro, Johannesburgo tiene reservas naturales cercanas como Pilanesberg, erigida en el cráter de un volcán extinguido hace millones de años. Allí, los famosos safaris están a la orden del día. O del atardecer, cuando una mayor cantidad de especies animales se dejan ver al lado del camino.
La esperanza de ver a los Big Five o Cinco Grandes (leones, elefantes, búfalos, rinocerontes y leopardos) queda chica al lado del documental en carne propia que los guías hacen sentir a los visitantes. Ellos explican la bravura de animales aparentemente inofensivos, como el “pumba” (parecido a un jabalí, famoso desde la película “El Rey León”, de Disney), o avisan que si estás solo en la sabana y un elefante te mira fijo y agita las orejas, no es que quiera volar como el simpático y pequeño Dumbo, sino que, literalmente, “es momento de irse”.
Pero en la magia de los safaris (la estadía en una reserva natural ronda los US$ 250 por noche, por persona) no se agota la propuesta de Johannesburgo ni la de Sudáfrica para los viajeros. A 24 kilómetros del centro de la ciudad está Soweto, uno de los íconos de la resistencia al apartheid. Esta zona es una combinación de coloridas casas de clase media baja y townships (asentamientos con viviendas muy precarias). A esos suburbios eran enviados, en tren, los negros que trabajaban en Johannesburgo después de las seis de la tarde, durante el apartheid. El epicentro de las callecitas y rutas musicalizadas por los bocinazos de las combis que ofician de transporte público es la calle Vilakazi. Allí está la famosa casa de Nelson Mandela, donde su ex esposa Winnie Madikizela (conocida por todos como “Mama Winnie”) comandó la resistencia mientras quien sería el primer presidente negro estaba preso. Las paredes aún guardan los agujeros de las balas que disparaba la policía cuando ella refugiaba a líderes rebeldes en la cocina o el pórtico de la casa.
Un recorrido en raudos cuatriciclos por el interior profundo de Soweto (desde las casas de chapa, las peluquerías atiborradas de gente y los puestos que venden una especie de puchero de cabeza de vaca salen decenas de chicos a tirar besos y pedir fotos) termina en el Museo de Hector Pieterson, el primer asesinado por la policía durante una marcha estudiantil, en junio de 1976, que se oponía a la enseñanza del afrikáans (el idioma de los colonizadores ingleses y holandeses) en los colegios. La muerte del chico de 13 años, la historia reciente de Soweto y, esencialmente, la fecha trazan inevitables paralelismos con los tiempos de dictadura militar en nuestro país. Las fotos y los relatos erizan la piel.
Una costa regada de especias
Hay quienes la llaman la Miami de Sudáfrica. La definición le queda diminuta. Durban, esa ciudad imponente, abrazada por las olas del océano Indico, cuenta tanto con zonas residenciales y hoteles de lujo como con barrios hindúes en los que se respira el curry. Tiene el quinto acuario más grande del mundo, pero también playas amplias y desoladas.
Al llegar al centro de Durban, lo primero que imanta la mirada es el estadio Moses Mabhida, construido para el Mundial de 2010. La imponente estructura futurista cuenta con un ascensor que funciona como un teleférico para llevar a los turistas al punto más elevado del techo corredizo de la cancha, a 105 metros de altura. Desde allí, se pueden ver la vieja cancha –en la que supo jugar antes “Bafana Bafana”, la selección sudafricana–, ahora destinada a partidos de rugby, así como las playas visitadas por pocos lugareños, ciclistas y muchos turistas musulmanes que disfrutan en familia del sol y fuman narguiles, cubiertos de barbas frondosas ellos y túnicas oscuras ellas.
En la costa, acompañada por un largo corredor aeróbico con puestos para alquilar bicicletas, pocos disfrutan de las playas, aunque sea domingo y el sol raje la tierra. Adentro del mar, las insistentes advertencias de los jóvenes guardavidas se vuelven una molestia. Es después de disfrutar un buen rato de las olas (el agua tiene una temperatura similar a la de las playas uruguayas) que uno descubre que la terquedad de los bañeros tiene una razón de gran peso: la presencia de tiburones afuera de las boyas que marcan el sitio donde terminan las redes aislantes. Así, los pocos que nadan o juegan en el Indico se amontonan para disfrutar en una pequeña y protegida porción de mar.
Pero la vida playera y los recomendables paseos en bicicleta por el centro de Durban no agotan las opciones en la zona. El “Victoria’s Market”, la feria hindú más grande de la ciudad, cuenta con dos pisos repletos de puestos que venden artesanías (estatuillas de animales, máscaras, collares y murales que se acercan más a obras de arte que a productos decorativos) y, lo más interesante, especias. En el Victoria’s Market, encuentra uno a los mejores vendedores del mundo. Aquellos sudafricanos cuyos padres o abuelos llegaron de la India décadas atrás trajeron los gustos y aromas del curry, el masala (una mezcla de nuez moscada, picante, canela, cilantro y otros ingredientes) y hasta la “pimienta limonada”, y son especialistas en contarlo. O en compartirlo en los locales que venden comidas importadas de la India, como el “bunny chow”, un pan ahuecado relleno con curry de cordero, pollo o pescado no apto para lenguas sensibles. Según cuentan, el plato surgió durante el apartheid. Como la población negra no podía comprar comida en locales de los blancos, los empleados rellenaban un pedazo de pan y lo tapaban para disimular lo que había en su interior.
Las costumbres son tan variadas como las descendencias de la gente. Para quienes concurren al bar y restaurante Max’s Lifestyle, en la zona de Umlazi, por ejemplo, es casi religioso llevar a lavar el auto los fines de semana y disfrutar, mientras tanto, de baldes llenos de cervezas varias y tablas con una carne asada que, si bien no se parece a la nuestra, incluye chorizo, chinchulines y ensaladas que se comen, sin excepción, con la mano.
La punta del mundo
Así como encuentran en Johannesburgo a la ciudad que los representa, los sudafricanos suelen avisar a los turistas que no pueden irse del país sin conocer Ciudad del Cabo.
Cape Town tiene, dicen sus habitantes, el atardecer más hermoso del mundo. Allí está la Montaña de la Mesa (“Table Mountain”), llamada así porque en la cima tiene una superficie llana de unos tres kilómetros de extensión a la que se accede escalando o con un teleférico, y puede recorrerse de lado a lado.
Desde los riscos que rodean la enorme meseta, el paisaje emociona. Abajo, se ven las millones de luces de toda la ciudad, las olas embravecidas y el sol anaranjado, desapareciendo bajo el mar. El propio John Lennon eligió esa montaña para meditar, durante una visita que hizo a Sudáfrica en junio de 1980, seis meses antes de su asesinato en Nueva York.
El ex Beatle no fue el único inglés que llegó a Ciudad del Cabo para descansar. O para vivir. La parte céntrica todavía arraiga las costumbres coloniales de ingleses y holandeses, aquellos con los que el gobierno de Mandela instó a “reconciliarse” después del apartheid. En algunos hoteles de lujo, incluso, se toma el té con un pianista atornillado a su taburete en salones con nombres de “Lores”.
La influencia portuaria genera enormes mezclas en lugares como Long Street, donde los bares llaman a la gente desde sus fachadas. En esa calle, visitantes de todas partes del mundo se encuentran tanto en boliches con pool y karaoke como en balconcitos de ferias artesanales llenos de plantas devenidos en bares.
Pero una de las principales atracciones de la región es la Punta del Cabo (Cape Point), extremo suroeste del continente. Se trata de un rabo de tierra al final del final, donde se unen los océanos Indico y Atlántico (en realidad, el punto “oficial” de ese encuentro es Cape Agulhas). Allí las montañas, el viento incesante y el mar indomable (el Cabo de la Buena Esperanza tiene vieja fama de hundidor de barcos piratas) hipnotizan a cualquier mortal que llega hasta el faro. La torre quedó relegada a visitas turísticas e investigaciones científicas en 1911, tras el hundimiento de un barco portugués, cuando se construyó un nuevo faro más pequeño.
Desde los balcones que miran al infinito, lo recomendable es olvidarse de las cámaras de fotos, apagarse uno mismo y encarcelar esa obsesión por llevarse de recuerdo una imagen que transmita la sinfonía del viento en los oídos, la eternidad del mar, el poder del sol.
Después de haberse detenido a respirar durante un puñado de minutos en esta punta del continente africano, bastará con cerrar los ojos para volver a sentir esas imágenes, esos sonidos, ese poder.

IMPERDIBLES
Radiografía del paso del tiempo
Cuna de la Humanidad.
A 50 kilómetros al noroeste de Johannesburgo hay unos 500 kilómetros cuadrados de colinas huecas que fueron designadas por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad: es la Cuna de la Humanidad. Es que en las cuevas de Sterkfontein, en 1947, fue encontrada la “Señora Ples”, uno de los dos restos fósiles más antiguos de la historia, que vivió hace 2,3 millones de años. Sólo la supera “Pie Pequeño”, de 3,3 millones, cuyo esqueleto fue hallado casi completo en 1997 en el mismo terreno. Una excursión permite –por unos 140 pesos argentinos–, conocer las cuevas con un guía, 600 metros bajo tierra. Eso sí, claustrofóbicos abstenerse ya que el relato incluye historias de arqueólogos que murieron atrapados mientras exploraban el lugar.
Torres con arte y adrenalina.
Soweto no sólo es reconocido por ser el pueblo de Nelson y Winnie Mandela. Las Orlando Towers, dos enormes construcciones que solían enfriar los líquidos usados en la vieja estación eléctrica, son mundialmente famosas por las pinturas que exhiben en sus 70 metros de altura. La primera obra de arte fue idea de Bob Woods, director de la fábrica –ahora abandonada– en la que trabajaban sólo blancos, y contrató al grupo artístico Scapewall para cubrir la torre Este de imágenes representativas de Sudáfrica. Les llevó 18 meses terminar el trabajo. La torre Oeste, en cambio, fue pintada por el First National Bank, un importante banco local que aún la usa como publicidad (la segunda obra estuvo lista en unos 60 días). Ahora, desde la cima de las torres se practica caída libre y bungee jumping. Por unos 500 pesos, se puede subir en un ascensor enrejado y caminar por una plataforma que oficia de puente. Desde allí, atados por los pies, los amantes de los deportes extremos se tiran de cabeza a la música electrónica que asciende desde el bar en el que los lugareños toman tragos mientras observan los saltos.

MINIGUIA
MONEDA
La moneda sudafricana es el rand. Un dólar equivale a unos 8 rands, pero en las casas de cambio y entidades bancarias cobran comisiones más caras. Por eso, para volver a comprar dólares, el turista recibe unos 7,50 rands por unidad.
ATENCION
Los argentinos no necesitan visa para ingresar en Sudáfrica, pero es obligatorio presentar un certificado de vacunación contra la fiebre amarilla. La misma se aplica, gratis, en Sanidad de Fronteras: teléfonos 4343-1190 y 4334-6028. Hay que dársela, como mínimo, diez días antes de viajar. Dura diez años. Los operadores turísticos recomiendan tener una cobertura de asistencia al viajero por cualquier inconveniente de salud.

INFORMACION
Embajada de Sudáfrica en Argentina, Tel. (011) 4317-2900.
www.embajadasudafrica.org.ar
www.southafrica.info
www.capetown.travel
www.durbanexperience.co.za
www.joburgtourism.com
www.fairlawns.com.za

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