El hechizo de Praga
Todo el encanto de la capital checa, una de las ciudades más bellas del mundo y que conserva intacto el esplendor de su arquitectura medieval. Los palacios, las iglesias y los barrios históricos. Además, una visita a los pueblos de Karlovy Vary, Loket y Cesky Krumlov, entre centros termales y castillos.
El hechizo de Praga Prague – Vltava River and bridges: El puente de Carlos se ubica delante del Castillo y de la impactante catedral de San Vito, que vigila a Praga desde lo alto.
El hechizo de Praga
Cuando el verano llega a su fin las calles de República Checa se colman de vendedores ambulantes de grosellas y frambuesas. Para esta época del año, el sol aún hiere la piel y entibia las paredes de piedra de los castillos de la región de Bohemia. En Praga, las muchedumbres de turistas comienzan a dispersarse, lentamente, como un ejército juerguista que retorna a sus cuarteles. Los bosques se plagan de buscadores de hongos silvestres. Por las tardes, las terrazas de los bares se llenan de gente y corren las jarras de ''pivo'', la magnífica cerveza checa. Es que este es el último esplendor antes de la llegada del otoño. Pronto vendrá el frío, los tejados se cubrirán de nieve y la vida se volverá silenciosa, puertas adentro. Mientras tanto la República Checa se mantiene espléndida, luminosa como una novia.
Algunas razones que justifican una travesía de casi 20 horas, para unir los 12.000 kilómetros que separan al sur de América de las puertas de Europa del Este.
Praga: culta, elegante, divertida, es una de las ciudades más hermosas del mundo, una urbe llena de leyendas, en la que perviven testimonios de todos los estilos arquitectónicos que florecieron desde la Edad Media hasta nuestros días.
Bohemia: una tierra de bosques y castillos, de pueblos medievales en estado de perfecta conservación, como Karlovy Vary, Loket y Cesky Krumlov, entre tantos otros.
Los placeres culinarios: la cerveza es el orgullo nacional y se bebe a mares, mientras que en la cocina checa se fusionan las tradiciones eslava y alemana, con platos de carne de caza, hongos y frutos rojos. Moravia: el territorio por descubrir, la cara menos conocida del país, un sitio en el que conviven impactantes iglesias góticas, coquetas rutas del vino y rastros de la época soviética.
Kafka: en Praga sobrevuela permanentemente la figura de Franz Kafka y también de otros grandes artistas checos, como Alfons Mucha, figura excluyente del art-nouveau.
Los precios: es uno de los pocos países del este de Europa que aún no se maneja en euros su moneda es la tradicional corona checa por lo que comer, beber, alojarse y comprar cosas es bastante más barato que en el resto de Europa.
La vida desde el Castillo
Hay mil formas de comenzar a recorrer Praga. Un punto de partida sutil, literario, es la modesta y entrañable casa de Kafka, situada dentro de las murallas del castillo que vigila la ciudad desde lo alto, en el Callejón del Oro y de los Alquimistas. El autor de "La Metamorfosis" vivió allí durante la década de 1910, cuando era una zona ocupada mayormente por joyeros judíos. En ese punto comienza nuestra travesía por la capital checa, durante una mañana fresca y soleada, tan temprano que logramos evitar las marejadas de turistas. Al mediodía es imposible, no ya entrar a la casa de Kafka, sino simplemente poder verla desde fuera.
Tras ese primer contacto con la figura del gran escritor checo que irá apareciendo y desapareciendo a lo largo de todo el viaje, nos lanzamos a recorrer los laberintos del Castillo de Praga. El área del castillo es la más antigua de la ciudad, del siglo IX, y en ella se concentran majestuosos edificios renacentistas, góticos, neogóticos y neoclásicos, además de esa maravilla del románico que es la basílica de San Jorge. El emblema del castillo es, de todas formas, la catedral de San Vito, un imponente templo gótico que se ve desde cualquier punto de Praga, famoso por sus vitrales y por atesorar las joyas de la corona checa.
Buceando por las callejuelas del castillo se encuentran, un poco más ocultos, sitios muy interesantes como los palacios Rosenberg y Lobkowicz, que pertenecen a dos de los linajes más tradicionales de la nobleza checa (los Lobkowicz fueron grandes benefactores de artistas como Ludwig Van Beethoven), en los que se puede apreciar el esplendor que alcanzó la ciudad durante los siglos XVI y XVII. Muy cerca de ellos, también dentro del castillo, está el Museo del Juguete, un lugar imperdible si se viaja con niños, en el que hay desde antiquísimos artilugios de madera y lata hasta una interminable colección de Barbies.
Antes de descender por la cuesta que serpentea hacia el barrio de Malá Strana, nos detenemos en los bordes de la muralla. Desde lo alto la ciudad se ve hermosa, envuelta en una bruma matinal que parece traída por las aguas del río Moldava, que pasan mansas bajo el mítico puente de Carlos. Junto a nosotros, unos japoneses ametrallan con sus cámaras de fotos a una banda de jazz de las tantas que tocan a la gorra en las calles de Praga. El clarinetista de la banda está interpretando la melodía de Blue Bossa, el famoso standard de Kenny Dorham, un hilo musical más que adecuado para meterse en Malá Strana, el barrio en el que surgieron los primeros bares y pubs tras la caída del comunismo, lugares donde se escuchaba, básicamente, jazz.
Los barrios y las leyendas
Las muchas, muchísimas, tiendas de souvenirs no logran quitarle encanto a Malá Strana, un entramado de callejuelas que transcurre entre la orilla izquierda del Moldava y las faldas del castillo. La calle principal del barrio es Nerudova, bautizada en homenaje a uno de sus vecinos más ilustres, el poeta Jan Neruda. Hacia el sur, sobre la calle Karmelistka, se encuentra la iglesia de Santa María de la Victoria, donde está el famoso Niño Jesús de Praga, una figura del siglo XVI que genera veneración entre los católicos de la ciudad, que no son tantos, ya que la República Checa emergió del período comunista convertida en una sociedad mayormente atea. Cruzamos el Moldava por el puente Manesuv y delante nuestro se abre Josefov, el antiguo Barrio Judío, el escenario de la leyenda del Golem, ese monstruo noble, protector de los habitantes del gueto, que forma parte no solamente de la mitología hebrea, sino también del imaginario de grandes escritores como Jorge Luis Borges. La figura del Golem está estampada en centenares de camisetas y postales que se ofrecen en la callejuela que lleva al antiguo cementerio.
Hay algo levemente irreal, como teatral, en el viejo barrio hebreo. Las tumbas amontonadas del cementerio (las lápidas parecen caídas del cielo, como si fueran hojas secas) se abren lugar entre los árboles, en torno de las paredes oscuras de la sinagoga. El conjunto tiene algo de tenebroso y recuerda inevitablemente a las grandes tragedias de los judíos checos, que alguna vez fueron una numerosísima colectividad y hoy apenas suman unos pocos miles. El mejor contraste es la sinagoga española, situada a un par de cuadras, sobre la calle Vezenska, mucho más festiva y de aires moriscos. En total, en el barrio hay seis templos judíos, que pueden ser visitados.
La figura de Kafka vuelve a rondarnos al pasear por Josefov. En el número 5 de calle U Radnice se encuentra su casa natal, mientras que a la vuelta del cementerio judío está el Café Kafka, un sitio encantador, con aires a finales del siglo XIX, que al parecer sólo toma prestado el nombre del escritor, para confusión de los muchos turistas que llegan hasta allí convencidos de que van a toparse con su fantasma. De todas formas, es un bar que evoca a la perfección la vieja Praga kafkiana, tanto como los que sí solía frecuentar: el Café Louvre, en la calle Narodní, y el Slavia, frente al Teatro Nacional. Estos dos lugares, junto con la espléndida confitería estilo art-nouveau de la Casa Municipal, conforman la Santísima Trinidad de los cafés de Praga.
En el corazón de la ciudad
Pasear en tranvía es un placer recomendable y barato. Este vehículo permite atravesar la ciudad siguiendo el curso del río Moldava, lo que equivale a un típico recorrido de bus turístico. El tranvía 17 es la opción ideal, ya que corre paralelo al río y pasa por sitios insoslayables como el Teatro Nacional, el Puente de Carlos y el Barrio Judío. Además, se detiene muy cerca de Staromestské námestí, la Plaza de la Ciudad Vieja, donde se encuentran edificios emblemáticos de Praga, como el Reloj Astronómico, el antiguo Ayuntamiento, la iglesia de Tyn y la casa en la que Kafka y Einstein se juntaban a tocar música.
En la plaza se plantea una gran disyuntiva para los amantes de las compras: ir hacia el río, por la calle Parizska, plagada de tiendas de marcas como Prada, Moschino y Hermés, o tirar hacia dentro, rumbo a la plaza de Wenceslao, el verdadero centro para los habitantes de la ciudad.
Poco seducidos por la alta costura, decidimos caminar hasta la plaza de Wenceslao, atravesando en el camino algunas de las calles más desbordadas de turistas de toda la ciudad. La Wenceslao no es una plaza en el sentido estricto de la palabra, sino un bulevar que se extiende desde la estación de metro de Mústek hasta el Museo Nacional. Es una explanada caótica y bulliciosa, llena de tiendas, grandes almacenes y puestos de comida al paso, los típicos spanek. En uno de ellos, compramos un mega-sándwich de salchicha ahumada y un balde de cerveza y nos lanzamos a curiosear por las tiendas de la plaza.
Entre un sinfín de negocios en tiempos de rebajas, nos topamos con el Museo del Comunismo, un lugar curiosísimo, situado sobre la peatonal Na Príkope. En sus salas se reproducen muchas escenas de la vida cotidiana durante la período soviético (que se extendió desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta la Revolución de Terciopelo de 1989) y hay abundante memorabilia roja: afiches, libros y packagings de productos de la época. Ocupa un primer piso casi escondido, en un edificio compartido con un popular casino y justo al lado de un gigantesco Mc Donald's. Parece broma, pero no, es sólo un insólito sarcasmo de la Historia.
En la tierra de los castillos
Partimos temprano hacia Karlovy Vary, una de las perlas de la región de Bohemia, sede de un prestigioso festival de cine y, desde hace algunos años, destino predilecto de muchos nuevos ricos rusos. Famosa por sus centros termales, la ciudad fue fundada en el siglo XIV por el rey Carlos IV, el más prolífico de los monarcas checos, y está atravesada por el río Teplá (río caliente). En sus coquetas calles se destacan los edificios estilo art-nouveau y art-deco, típicos de finales del siglo XIX, cuando Karlovy Vary vivió un período de esplendor gracias a la moda termal”que recorría Europa. Entre los grandes atractivos de la ciudad están la antigua fábrica del licor Becherovka -un ícono checo- y la Casa Moser, el mundialmente famoso fabricante de cristal de Bohemia, en cuya factoría se puede presenciar el maravilloso espectáculo del soplado del cristal incandescente.
Sólo 15 kilómetros al sudoeste de Karlovy Vary se encuentra Loket, una aldea amurallada, con un impactante castillo-cárcel, que seguramente no es muy distinta hoy de lo que era en la Edad Media. Y, continuando hacia el sur, se llega a Plzen, la capital de la cerveza checa, una ciudad del siglo XIII que está recorrida por un tan claustrofóbico como sorprendente circuito de túneles subterráneos, en los que sus habitantes se protegían de los asedios medievales. Se halla en pleno casco histórico, no muy lejos del edificio más fascinante de la ciudad: la sinagoga de Plzen. Se trata de un monumental templo judío, el tercero más grande del mundo, tras las sinagogas de Jerusalem y Budapest, una nueva muestra de la importancia que esta colectividad tuvo en la historia checa. El otro imperdible de Plzen es la factoría de la cerveza Pilsner Urquell, un lugar que todos los días recibe autobuses llenos de fanáticos del oro líquido. Esta es la verdadera gran capital de la cerveza. Su factoría, fundada en 1842, es donde se inventó el método pilsen y puede ser recorrida por los turistas, que son invitados a conocer las antiguas instalaciones del siglo XIX y a presenciar el proceso de cocción de la cerveza. Además, cuenta con un excelente restaurante en el que se ofrecen platos típicamente checos, como los filetes de cerdo, con chucrut y kndlik (un pan-soufflé con panceta), pechugas de pavo con salsas de frutos rojos y esa verdadera delicia que es la sopa de papas y hongos silvestres.
La cerveza es una característica checa que se puede ir descubriendo en la medida en que se recorren los diferentes. Porque los checos son los principales consumidores per cápita del mundo de esta bebida, a la que ellos mismos comparan con el oro. Cada pueblo tiene su propia marca, con su carácter particular, y es posible recorrer el país siguiendo la ruta de la cerveza. En Praga reina la Staropramen (hasta se reparte en ambulancias, en caso de urgencia), mientras que la Eggenberg es el emblema de la encantadora ciudad de Cezky Krumlov, la Starobrno representa a Brno (la capital de Moravia) y la Zatec a la ciudad homónima, que tiene casi 800 años de tradición cervecera.
Moravia secreta
La región de Moravia, casi siempre opacada por el brillo de la glamorosa Bohemia, es el nuevo territorio por descubrir en la República Checa. Situada hacia el este de Praga, alberga bellísimas ciudades en las que el legado medieval convive con los rastros de la era soviética. Allí, la vida es mucho más autenticamente checa, menos atravesada por el montaje turístico. Desde la estación de trenes de Praga parte un tren rápido que tarda apenas dos horas en llegar a Olomouc, una ciudad morava interesantísima de población joven, ya que es sede de una importante universidad. Imperdibles de Olomouc son su imponente iglesia gótica, los edificios soviéticos de la universidad, las encantadoras tiendas del casco viejo y la plaza de Wenceslao, donde está el más bello de los muchos monumentos de la peste negra que hay por todo el país y un curioso reloj astronómico comunista. Moravia es, además, la zona de los muy buenos vinos checos (sobre todo blancos). El epicentro de la ruta del vino es la encantadora Mikulov, casi en la frontera con Austria, muy cerca de Viena.
Fin del recorrido
El viaje comienza a tocar su final cuando arribamos a Cesky Krumlov, probablemente el destino más cautivante de Bohemia, una urbe medieval que, si bien recibe miles de visitantes cada año, no está aún convertida en un montaje turístico. Durante el mes de julio, Cesky Krumlov es sede de un colorido festival medieval, en el que se rinde honor a los Rosenberg, los nobles que impulsaron el desarrollo de la urbe. Su castillo, en lo alto de un peñón, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, es el lugar en el que confluyen un laberinto de encantadoras callejuelas llenas de bares, pequeños restaurantes, tiendas de objetos y galerías de arte. En un bar de Ha Louzy, una placita situada a las espaldas del ayuntamiento de Cesky Krumlov, bebemos una cerveza que tiene gusto a despedida. La noche es tibia y sin estrellas. El viejo camarero que nos va llenando los vasos de pivo siente, de pronto, la necesidad de contarnos algo: Esto, alguna vez estuvo rodeado de campos de lúpulo, dice mirando hacia afuera. Durante el comunismo, los estudiantes veníamos en verano a cosecharlo. Fueron los mejores años de mi vida: era joven y había mujeres y cerveza por todas partes. Nada está tan mal si hay cerveza y bellas mujeres. Al menos para un checo. El viejo tiene los ojos acuosos, vaya uno a saber si por el alcohol o la melancolía. Una vez más, llena la mesa de pivos, alza su vaso y brinda, irguiéndose como un soldado: ¡Na Zdraví! Salud.