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jueves, 6 de marzo de 2014
ARGENTINA: CATAMARCA: pueblos de colores que cuelgan de la montaña
Catamarca, pueblos de colores que cuelgan de la montaña
Al pie de la serranía de Ambato, un puñado de villas turísticas conserva una relajada atmósfera rural, mezclada con huellas de culturas precolombinas, actividades de aventura en ámbitos de naturaleza virgen, platos típicos y tradiciones. Además, un paseo por los centros artesanales de la capital.
San Fernando Del Valle De Catamarca - 02/03/14
Favorecidos por su mirada aguda y una exquisita sensibilidad, los hermanos Carlos y Manuel Acosta Villafañe, Polo Giménez y Alfonso Carrizo supieron recrear la belleza natural de Catamarca en magníficas coplas y poesías. Con ese tesoro –muchas veces reconvertido en canciones populares– salieron a recorrer lejanas latitudes. Por esa fuente de primera mano, el paisaje de montañas, valles, algarrobo, nogal y huellas precolombinas se proyectó más allá de los límites provinciales y agitó la curiosidad por descubrir la mentada tierra teñida de “mil distintos tonos de verde”.
La obra de aquellos célebres artistas allana el camino del descubrimiento antes de pisar suelo catamarqueño. Con sólo leer o escuchar las estrofas de “Paisaje de Catamarca”, “Volvamos pa’ Catamarca” o “Cantale chango a mi tierra” (piezas clave entre las delicadas creaciones de Giménez), los escenarios naturales se instalan mansamente en el imaginario.
La vegetación exuberante montada sobre los cerros empieza a dar crédito a los testimonios plasmados en los mejores versos desde la salida de San Fernando del Valle de Catamarca en dirección oeste por la avenida Enrique Ocampo. La vistosa sucesión de elegantes chalés y sus jardines se corta abruptamente justo allí donde la ruta 4 toma la posta del camino urbano, para disponerse a iniciar su viboreante traza en ascenso sobre la Quebrada El Tala, tapizada de árboles y portentosos cactos.
La montaña sale a escena
El plácido paseo del primer tramo se transforma de a poco en una excitante excursión, sacudida por curvas, precipicios y toboganes. El sol y la sombra de la vegetación de altura pujan por iluminar u oscurecer –en una alternancia constante– los bordes del río Tala, concebidos a la exacta medida de los pescadores de pejerrey, campamentistas y familias que encuentran en el asado la mejor excusa para reunirse. Las casas de veraneo más próximas a la capital, previsibles en esta zona pródiga en aire puro y aguas cristalinas, se agrupan en la villa turística La Calera, donde el rumor del río se escucha desde el fondo de los jardines y la atmósfera –cada vez más fresca– es removida por una brisa creciente.
El manto verde se disipa tímidamente a un costado de la ruta, en un inesperado claro de la sierra de Ambato que expone a cielo abierto los cimientos del Pueblo Perdido de la Quebrada. De la serie de excavaciones realizadas desde 1991 por científicos de la Universidad Nacional de Catamarca salieron a la luz restos de cuarenta recintos, diseñados alrededor de una plaza. Es uno de los inestimables legados de la originaria cultura aguada, desarrollada aquí entre los siglos III y V. Las huellas de la antigua ciudadela permanecen en un sector semiárido, abrigado por arbustos y centenarios cardones de más de 10 metros de altura.
Unos metros abajo del sitio arqueológico –al que se sube por un sendero de piedras–, el Centro de Interpretación revela la habilidad de los artesanos prehispánicos para fabricar objetos de alfarería, hilar, tejer con lana de vicuña y llama, tatuar sus cuerpos y producir metales. Algunas piezas fueron desenterradas de entre los cimientos de corrales, depósitos, viviendas y un centro ceremonial y hoy se aprecian detrás de las vitrinas.
De aquí en más, la marca indeleble de los más antiguos pobladores de Catamarca aflorará una y otra vez, como una insistente apelación a la memoria colectiva. El pasado y la actualidad se entrecruzan seguido en los trece pueblos que abarca el Circuito Ambato, un itinerario de 90 kilómetros hasta Chavarría enlazado por las rutas 4 y 1.
A 35 kilómetros hacia el norte de San Fernando del Valle, la cinta asfáltica parece dar un respiro a quienes la transitan. Deja de zigzaguear y, en el más absoluto silencio, conduce a los automovilistas hasta las márgenes del río Ambato. El agua desciende a los saltos y trasluce piedras, truchas y raíces, una imagen idílica que, como mínimo, sugiere un picnic de día completo. La escena parece extraída de una nostálgica copla de Juan Alfonso Carrizo.
Camino con obstáculos
Pero todo cambia en un instante. Imprevistamente, a un paso del descenso hacia El Rodeo, un túnel de bruma y lluvia borra de un plumazo la soñada panorámica. Estamos metidos en las fauces de una nube, razón suficiente para que nada se alcance a distinguir más allá de cinco metros a la redonda. “Paciencia y mucha tranquilidad”, recomienda con un susurro la experiencia del conductor “Quique” Llapura, acostumbrado a estos desafíos de la montaña.
Apenas se descorre el velo gris, una abigarrada secuencia de nogales, algarrobos, churquis, talas, sauces y álamos deja resquicios para entrever los tejados rojos de los chalés de El Rodeo. El más renombrado destino turístico de Catamarca muestra algunas heridas que le dejó la afrenta del Ambato. Un mes atrás, el río creció desmesuradamente, irrumpió como una tromba irrefrenable en el casco urbano y su cauce desmadrado arrasó casas de veraneo, más de sesenta vehículos y un puente. En las calles se respira el dolor de la tragedia, mientras vecinos y autoridades intensifican la búsqueda de la única víctima que hasta hoy no pudo ser localizada.
Por el momento, los pasos de los visitantes toman distancia de los montículos de lodo y arena y las gigantescas piedras que el Ambato depositó sobre la orilla. Muchos optan por sumergirse en el microclima de El Rodeo en otros cuatro ríos que tajean la geografía de la villa. El cerro Huaico acoge a los grupos dedicados a hacer trekking hasta el Cristo Redentor, un punto perfecto para apreciar una amplia panorámica del valle y las montañas.
En el tramo de 16 km de El Rodeo a Las Juntas, la ruta vuelve a proponer un desafío cuesta arriba, aunque menos enmarañado. Al ritmo siempre relajado de Las Juntas florece la vida rural de los pobladores, matizada por los ecos que dejan los músicos locales. Sus voces y melodías resuenan todo el año, aunque sólo en enero traspasan los límites del pueblo, durante el Festival del Membrillo y la Doma de Toros y Vacas. La última cita es la Fiesta de la Trucha y la Vizcacha, que convoca a los trabajadores del campo y los vecinos de Las Juntas al paraje Las Piedras Blancas, a 13 kilómetros.
Recién arranca el sagrado momento de la siesta y un puñado de turistas comparte con los escasos pobladores que a esta hora quedan en las calles el ritual del paseo a caballo o el incomparable recreo en algún rincón del valle, sedado por el paso de alguno de los cinco ríos que bajan a Las Juntas desde la montaña.
Cabalgata con música
Una cabalgata busca al paso el rudimentario puesto de piedras La Silleta, a 2.200 metros de altura. La amable tertulia entre vecinos del pueblo, turistas y baqueanos –todos afirmados en sus monturas– es animada por la voz de Gabriela Avila, que endulza sus oídos a capella con las zambas “Las Juntas” y “Soñando mis juntas”. La huella de arcilla y piedras amaga con extraviarse en las praderas de margaritas silvestres, flores anaranjadas y un pinar, pero el firme avance de los pingos destila confianza para llegar a destino. A los costados pastan vacas, toros, terneros y caballos. Corzuelas y martinetas cruzan en bandadas, enmarcadas por el Nevado de Aconquija y la gruesa franja de la sierra de Ambato.
Sólo el planeo de un cóndor alborota a los jinetes. Se presenta algo esquivo y enseguida se presta a jugar con las cámaras, que buscan el mejor ángulo y le apuntan: queda suspendido en el aire unos segundos, bailotea sacudido por el viento y, repentinamente, desaparece, mimetizado con la montaña verde. La irrupción del venerado pájaro andino se transforma en un poderoso aliciente, que poco después contribuye a encender los ánimos, en el fogón que arranca sin anuncios en La Silleta. Ahora todos se animan a cantar y bailar o, al menos, lo intentan. Sin siquiera proponérselo, el grupo rinde un decoroso homenaje al “Chucho” Salman, los Galíndez, los Zabaleta, los Barros y los Figueroa, respetados pioneros de Las Juntas, que impregnaron al lugar su costumbre de juntarse con amigos para guitarrear, comer y beber y, de paso, celebrar su amor por la tierra catamarqueña que los cobijaba.
El descenso para regresar al pueblo viene acompañado por alguna zozobra en sectores demasiado empinados para jinetes inexpertos. Por eso, la cercana presencia de turistas en cuclillas –entregados a arrancar de la montaña manojos de hierbas digestivas para el mate–, los ríos La Salvia y Las Trancas y las pircas de corrales de la cultura aguada pasan ante los ojos como una frenética secuencia de fotografías. Sin embargo, ni siquiera el sendero asomado al borde del precipicio logra refrenar el firme avance de los caballos.
La adrenalina disminuye bruscamente cuando vuelvo a sumergirme en las calles de tierra de Las Juntas, pateando nueces esparcidas, una forma usual de pasear por estos pagos. La caminata es musicalizada por el picoteo de los pájaros carpinteros sobre los nogales y el persistente chillido de los loros. Algo renuente al principio para dar pistas sobre el secreto del cautivante sabor del dulce de membrillo que fabrica artesanalmente, por fin Pedro Martínez considera que llegó el momento de develar el misterio: “Después de cortar la fruta, hay que limpiar la pelusa con un trapo y el membrillo se hierve a leña en una olla, hasta que esté bien blando. Se pasa a un cedazo (colador de tela), se le agrega azúcar y se cocina –también a leña– en una paila de cobre. Cuando el dulce se despega del recipiente, ya está listo. Es lo que dicen las abuelas”, explica, a manera de introducción a la degustación. Para coronar su clase acelerada, el especialista sirve una porción de su obra cumbre, acompañada con queso, quesillo y nuez.
El suelo próspero para los árboles frutales –notablemente mejorado por los ríos embalsados– es una bendición para los agricultores en todo el circuito de los valles catamarqueños. En Alijilán (103 kilómetros al noreste de la capital), el característico collar de cerros verdes y campos sembrados que envuelve las poblaciones incorpora plantaciones de naranjas, mandarinas y tabaco, amenazadas por el sostenido avance de las parcelas color verde fosforescente de la soja.
Aguas bienvenidas
El paisaje recobra sus tonalidades junto al camino de 7 km (más bien, una escuálida huella de tierra, salpicada de piedras, barro, zanjas, serruchos y cráteres) desde Alijilán hasta el dique La Cañada. Los estragos de las intensas lluvias de enero y febrero persisten en los arroyos crecidos y empapados túneles de sombra, tejidos por algarrobos, chañares, lapachos y cactos. Sobre la orilla de la represa vuelan enormes mariposas, sobresaltadas por la presencia de pescadores de pejerrey y la humareda de los asadores.
Una réplica exacta de ese ambiente de placidez –pródigo en charlas fraternales y miradas que denotan admiración por el entorno natural– toma forma alrededor del dique Sumampa, a 30 km de Alijilán y 10 km de Los Altos. Los conocedores de la zona apuntan la proa de sus embarcaciones en dirección a la desembocadura del río Tapia, el lugar indicado para alzarse con las mejores piezas de pejerrey. Al deslizarse por el medio del lago, los botes se cuelan en la larga secuencia de fotos que toman los turistas, maravillados con los islotes cubiertos de biguáes y gallaretas, los helechos acuáticos y la alfombra de yungas que envuelve la montaña.
Otros eligen meterse de lleno en la selva pedemontana y reaparecen más que satisfechos. Traen en sus cámaras, como un tesoro invaluable, las imágenes de gigantescos hongos y gruesos hilos de telaraña atados a las ramas de los árboles. Una brisa fresca remueve el aire y llueve con sol desde la única nube a la vista. Más nubarrones vislumbra el guardaparque Nahuel Gallardo: “Pido cosas esenciales a los funcionarios. Por ejemplo, declarar el dique ‘Area protegida’, crear un centro de recuperación y recría de aves e invertir en servicios e infraestructura. Pero aquí todo va muy lento”, se resigna.
La noche en Alijilán arranca con un baile al aire libre en el club del pueblo y se estira, hasta rozar la salida del sol, con el interminable repertorio de Los Naranjos y Sergio “Chacarera” Farías. Más tarde, la amabilidad de un oportuno gallo –seguido por un estridente coro de charatas, horneros y gorriones– avisa que es hora de partir hacia la capital catamarqueña. Sobre el elegante parque de la Posada del Cazador, el cielo sigue completamente abierto, regalando sin retaceos su habitual espectáculo estelar. Las primeras tonalidades ocres del amanecer trepan los cerros y el perfume de azahares y jazmines impregna el aire. Al fondo del horizonte espera la ruta con sus curvas y vistas impactantes, también montada sobre la montaña.
La seguidilla de balcones naturales alcanza la periferia de la capital, como piezas esenciales de cada rincón de Catamarca. La colina que sostiene el Monumento de la Fortaleza de las Alturas entrega de un lado la vista completa de la ciudad y, desde su cara opuesta, la colorida postal del río Tala, ensanchado por el dique El Jumeal a los pies del moderno diseño del bar Wika Club.
Todos los colores y formas de este paisaje deslumbrante parecen estar plasmados en las mantas, ponchos, chalinas y caminos de mesa, que con admirable paciencia crean 150 artesanas, en los telares de la Casa de la Puna. Aplican las enseñanzas de la docente Alejandra Vallejo, empecinada en recuperar una tradición ancestral del Noroeste, apreciada como una de las más valiosas herencias de los pueblos originarios.
Otra empecinada lucha por el rescate de la cultura popular se libra cotidianamente en el Centro Artesanal, donde funciona la última fábrica artesanal de alfombras y tapices catamarqueños. El diseñador Miguel Angel Rodríguez pone todo su talento al servicio de esta patriada. Sus lápices dibujan desde guardas de la cultura aguada hasta imágenes religiosas, rostros de celebridades, algarrobos y montañas. Después, la pasión del artista es reproducida en los telares por las curtidas manos de 32 tejedoras. Intuyo que con cada hilo criollo de oveja que manipulan esas manos expertas Catamarca reafirma su identidad.
LA BUENA MESA
La empanada –uno de los platos más populares de la gastronomía del Noroeste del país– que se degusta en el departamento catamarqueño de Ambato, en su versión más típica se prepara con carne vacuna cortada a cuchillo, huevo y cebolla de verdeo. En esos valles de altura también es posible probar humita, locro de choclo, trucha en escabeche, en forma de milanesa o natural, al limón, verdeo o roquefort, carbonada, escabeche y empanada de vizcacha y zapallo api, un clásico infaltable durante las Pascuas. Lleva una salsa de cebolla y tomate, ají, zapallo y queso derretido.
La sustanciosa cazuela de gallina casera incluye papa, zanahoria, orégano, cebolla, morrón, ajo y carne trozada. Una vez condimentada con comino, pimienta y sal, se le agrega arroz. Tampoco la buseca retacea calorías. Lleva pata, panza y tripa gorda de vaca, porotos, garbanzos, papa, zanahoria y laurel. Otra desmesura de aquí es el tamal, cuya chala envuelve trozos de carne de cabeza de vaca, cachete de cerdo, cebolla, pasas de uva, grasa de cerdo o vaca, harina blanca de maíz, sal, comino, pimentón y ají picante.
La harina de algarroba blanca es la base para preparar patay. Una vez mezclada con agua, se logra una masa que se deja secar dos días al aire libre.
En cuanto a los postres, son característicos los panes de manzana, membrillo, cayote y pera, la mermelada de durazno, la jalea de membrillo, el exquisito cayote en fibra con queso y nuez y el estofado de novio, un puchero dulce que combina carne con pelón, azúcar, sal y pan rallado y se come con cuchara.
IMPERDIBLE
Un recorrido de 260 kilómetros (de los cuales, 55 kilómetros son de ripio) por la ruta 1 desde San Fernando del Valle de Catamarca hacia el norte, permite admirar los Nevados de la sierra de Aconquija –en la región limítrofe con el Valle de Tafí, en Tucumán– y descubrir los atractivos del pueblo homónimo, rodeado por un bosque de yungas, extensas praderas de pastizal de altura y plantaciones de papa semilla. Más allá de la vegetación dominada por alisos y saucos aparece la serranía, con picos que permanecen nevados todo el año y cuya altura supera los 5 mil metros. El imponente fondo de las cumbres blancas enmarca este escenario natural, que se presta para realizar caminatas, cabalgatas, safaris fotográficos, rapel y también sugiere largarse en una tirolesa de 160 metros de largo y 60 metros de altura, entre dos cerros.
El cielo despejado con noches cubiertas de estrellas es otra característica de la zona, un privilegio incomparable que puede ser apreciado desde el Observatorio Astronómico Municipal. Son varias las escalas posibles en el camino que conduce hasta Aconquija: el Complejo Turístico de Valle Hermoso (cerca de Yunka Suma), el agua fresca que baja entre las piedras del río Potrero, las panorámicas desde Altos de las Juntas y la orilla del río de Aconquija, el Parque de los Niños y las espectaculares vistas desde las estaciones del Vía Crucis que llevan hasta el Cristo Redentor.
A 17 kilómetros de Aconquija se conservan los restos de un pucará, una fastuosa guarnición defensiva construida por el imperio incaico durante el siglo XV sobre la sierra de Narváez. Paredes de piedra de más de 6 metros de altura resguardaban 113 recintos rectangulares, una plaza, collcas (depósitos) y sitios ceremoniales.
EL MIRADOR
La zamba en toda su dimensión
Gabriela Avila, cantante
Llegué a los valles del Ambato desde Catamarca capital, una región semidesértica. Por eso, lo primero que me impactó fue el paisaje –increíblemente verde e imponente–, que crea una relación intimista con uno. De mi repertorio musical, descubrí que “Zamba del Ambato” describe al detalle este lugar y sus piezas infaltables, desde los cardones hasta los cerros y los bosques de pinos. Aquí aparecen en toda su dimensión los “mil distintos tonos de verde” de la zamba “Paisaje de Catamarca”, de Polo Giménez.
Disfruto cada día de la tranquilidad que brinda la naturaleza fusionada con la gente de montaña y me contagio de su andar cansino. En esta comarca de paz me doy el gusto de descansar todo el año mientras trabajo y no añoro las vacaciones. A salvo de los peligros urbanos, me tomo el tiempo necesario para leer y rescatar la esencia de los catamarqueños del interior: se muestran solidarios, siempre cordiales y no son mezquinos a la hora de contar sus historias, leyendas y habilidades. Es hermoso compartir un fogón con ellos. Todos se animan a cantar alrededor del fuego, sin que nadie sobresalga. No importa si lo hacen bien o mal. Todo eso tiene que ver con el respeto por el prójimo. Por si no quedó claro, subrayo que estoy más que cómoda en el valle, disfrutando de su inmejorable paisaje natural y humano.
MINIGUIA
Cómo llegar
Desde Buenos Aires hasta San Fernando del Valle de Catamarca son 1.138 kilómetros por ruta 9 (Panamericana ramal Escobar) hasta Sarmiento (Córdoba), ruta 60 hasta San Martín (Catamarca) y ruta 33; total ocho peajes.
Aerolíneas tiene un vuelo diario desde Aeroparque hasta Catamarca capital (2 hs.)
Dónde informarse
En Buenos Aires, Casa de la Provincia de Catamarca: av. Córdoba 2080, tel. 4374-6891/3/5.
En Catamarca, 0810-7774321 / (0383) 4430080/7791.
turismo@cata.gov.ar / info@turismocatamarca.gov.ar
www.turismocatamarca.gob.ar
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