El rostro panameño del Caribe
Un recorrido por la capital y las coloridas islas de San Blas. Sabores e historia junto al famoso canal, una de las obras de ingeniería más relevantes del mundo.
Una joven corre hacia el embarcadero. Otras la imitan y salen raudas hacia el muelle. Visten polleras y blusas llamativas. Un pañuelo rojo cubre sus cabelleras y, alrededor de las piernas, unas tiras, una especie de anillos, casi hasta las rodillas. Los colores y la confección de estas prendas no son comunes. Una lancha repleta de pasajeros y mercancías ya está cerca del espigón. Viaja en ella una niña rubia de dos años, que sonríe y levanta su manita. “Mola, kuna, Charly”, dice, alentada entre risas por los padres. A medida que descienden se saludan con los miembros de la comunidad Kuna Yala, vientre de los tejidos llamados molas. Acaban de poner pie en una de las fascinantes islas del archipiélago de San Blas, frente a las costas caribeñas de Panamá. El periplo además recorrerá la city panameña y el atajo marítimo más importante del mundo; la unión de dos océanos, producto del ingenio del hombre: el Canal de Panamá.
Contrapuntos
Luego de un trayecto de casi 60 km serpenteantes desde el centro de la ciudad capital, en unas camionetas 4x4 (las únicas unidades que transportan hasta allí a turistas y locales, dado lo empinado de algunas elevaciones), se arriba a Puerto Kartí, principal base de partida continental hacia las 365 islas de la comarca Kuna, de las cuales sólo 52 se hallan habitadas. Media hora de navegación rápida acercan a Wichiwala y El Porvenir, dos poblados insulares de los nativos kunas. A esta última isla arriban avionetas desde el aeropuerto internacional Marcos A. Gelabert. El viaje dura unos 20 minutos, pero se debe pernoctar un día, ya que las salidas son lunes, miércoles y viernes.
Las islas del archipiélago de San Blas están en la costa del Caribe panameño, desde el golfo de San Blas, casi hasta la frontera colombiana. Colombia es su frontera natural. Muchas de las islas se utilizan solamente para fines turísticos. Se levantan en ellas cabañas, hoteles y pequeños hostels rodeados de vegetación, playas de finísima arena blanca y aguas de un verde transparente. En un bello islote, la Isla del Perro, se ven algunas carpas armadas debajo de un palmeral. Las casas son de arquitectura sencilla en construcciones principalmente de caña. Son sólidas y resistentes a los cambios climáticos.
La mayoría de los habitantes son kunas. Sus costumbres producen un retorno al pasado. Ellos manejan los medios conducentes para facilitar el turismo en estas bellas islas donde gobierna la naturaleza. Integran una provincia autónoma con poca intervención del gobierno central, y mantienen su sistema económico, idioma y costumbres, como es el caso de su vestimenta tradicional, las reconocidas molas.
Este tejido artístico está hecho con una técnica de bordado y bordado inverso. Cada prenda demanda mucho tiempo y destreza con las agujas. Las mujeres visten esos atuendos de un colorido singular. La confección y venta de las molas es para los kunas una importante fuente de ingreso. Si bien los poblados son en su gran mayoría insulares, los terrenos de labranza y cría están ubicados en la cercana tierra firme, a la que se desplazan diariamente en sus cayucos (botes de remo) para trabajar los cultivos. El pescado es el principal sostén de la dieta, junto a plátanos y cocos.
Resulta curioso el intercambio de mercancías de una embarcación a otra en pleno mar Caribe. Importaciones traídas en barcos colombianos son adquiridas así por los kunas. Un jefe isleño relata la importancia del coco en su cultura. A la máxima autoridad de cada isla se la llama saila, y a la de la comarca, cacique. Su palabra o sentencia no admite discusiones. O sea que “valen un coco”. Tan es así, que en cualquier diálogo utilizan el fruto del cocotero como una unidad monetaria. Pero obviamente usan dólares. Mediante un comportamiento distintivo, esta comunidad ha evitado el desarrollo del turismo “tradicional”. Instalaciones sencillas, simples, y comida fresca –sobre todo pescados y frutas– ofrecen a los visitantes tranquilidad, sosiego.
Y diversión. Los arrecifes, muchos de ellos antiquísimos, son excelentes sitios para practicar snorkeling y natación. Los kunas, estudiosos y cultos, atraen con su música y danzas. Pero hay un tema que alegra sus ojos y ocupa un lugar destacado en sus leyendas: la rebelión que protagonizaron hace casi cien años frente al intento de “modernizarlos”, si vale el término (ver Imperdible).
Tambores y raspados
Una copiosa lluvia tropical acompaña el regreso a la capital de Panamá, donde la excursión a la Ciudad Vieja precede a las demás. Fue destruida con el ataque del pirata galés Henry Morgan, en 1671. La segunda fundación de Panamá fue en 1673. Con la experiencia adquirida se la hizo mucho más fortificada, a recaudo de los ataques de filibusteros ávidos de oro, y se erigieron en su interior edificios religiosos, militares y civiles.
Construcciones de bellas formas, algunas se conservan hoy y otras están en pleno proceso restaurador. Es prioritaria la restauración de los edificios históricos. Se destacan la Iglesia de la Merced, la Casa de la Municipalidad, las Ruinas del antiguo Convento de la Compañía de Jesús. Durante el paseo, flamean varias banderas nacionales. Su emblema está formado por un rectángulo dividido en cuatro: colores y estrellas rojos y azules representan la unión de conservadores y liberales durante la lucha por la libertad del país.
Tentaciones de los viajes, de los recorridos, por el centro urbano un puesto callejero ofrece un “raspado”. Los vendedores raspan una barra de hielo, llenan un cucurucho y le agregan leche saborizada, miel y jugo de frutas. Una delicia deleitada aún más al compás de un “tamborito”, expresión artística representativa de la panameñidad. Y ahí nomás, en la calle Navarro, el ex campeón mundial de boxeo Roberto “Mano de Piedra” Durán posee un restaurante –la Tasca de Durán– que sirve excelente comida típica local.
Los buenos platos son acompañados por decoración que recuerda su pasado deportivo glorioso. A veces se lo puede oír cantar mientras se desplaza alrededor de las mesas, otra faceta del ex multicampeón.
Una visita al gran Canal
Durante el trayecto hasta la sede del Centro de Visitantes de Miraflores, lugar donde los turistas pueden disfrutar tanto de una visita guiada como del paso de un buque a través de las esclusas del monumental complejo denominado integralmente Canal de Panamá, se observan decenas de “diablos rojos”, transportes colectivos de personas. Son multicolores, pintados con infinita imaginación. En verdad no hay uno igual a otro. Lo mejor es verlos cuando pasan por la cinta costera con el mar Caribe de fondo.
El primer intento de construir una ruta a toda agua por Panamá lo hicieron los franceses en 1880. Problemas financieros y enfermedades truncaron la iniciativa de Fernando de Lesseps. Desde su independencia, en 1903, Panamá acordó con Estados Unidos la construcción del canal. Se terminó el 15 de agosto de 1914 y los norteamericanos lo administraron hasta 1999.
El agua que se utiliza para subir y bajar las naves en cada juego de esclusas se obtiene, por gravedad, del lago Gatún, y es vertida en las esclusas a través de un sistema de alcantarillado. El renombrado Corte Culebra es la parte más estrecha del canal y sus casi 13 km representan una quinta parte de la extensión de la vía. Este segmento fue excavado a través de roca y piedra caliza de la Cordillera Central de la península panameña. Las rocas fueron utilizadas luego para el relleno de la Calzada de Amador, que conecta la parte continental de la ciudad con las islas Naos, Perico y Flamenco. Actualmente es un paseo imperdible. Bares, restaurantes, galerías con vistas espléndidas junto a yates, lanchas y botes.
De día o de noche se puede caminar, trotar o andar en bicicleta con el mar a ambos lados de la ruta. Y ver, mientras tanto, aves migratorias buscando el aire caliente de la playa, donde flotan y descansan sin dificultad, en su paso por el istmo de Panamá
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