miércoles, 30 de abril de 2014

FRANCIA: PARIS: clásica, bohemia e intelectual


París: clásica, bohemia e intelectual

Paisajes urbanos que enamoran en un recorrido por la Rive Gauche, la orilla izquierda del Sena, desde la Torre Eiffel hasta la Biblioteca Nacional François Mitterrand. Museos de arte, librerías, cafés y el recuerdo de Julio Cortázar

Alguna vez, de este lado del río, se levantaron barricadas, se inventaron revoluciones, se discutió sobre el ser y la nada, se creó un perfume de aroma dulzón, se escribieron libros olvidados, se soñó que la imaginación llegaba al poder. El río Sena divide París como una cicatriz dibujada sobre el mapa. Al norte, la sofisticada orilla derecha (Rive Droite), al sur, la orilla izquierda (Rive Gauche), que alguna vez albergó la vanguardia intelectual y artística de la ciudad.

Los folletos turísticos definen a la Rive Gauche como intelectual, antigua y bohemia, la hermana rebelde de la orilla derecha, más inclinada al lujo, a la mundanidad y al comercio. Con el tiempo, las categorías dejaron de ser tan estrictas, y ambas márgenes se permitieron transgredir los estereotipos. La ribera derecha se pobló de rincones bohemios en los barrios de Bastilla y Marais, y desembarcaron en la ribera izquierda restaurantes gourmet, tiendas de lujo y locales de diseño. Sin embargo, en algunos rincones de la Rive Gauche aún se pueden rastrear los pasos de Julio Cortázar, los acordes desacompasados del jazz, las librerías de viejo y el ambiente de los cafés.

Existe un verbo en francés que no tiene traducción: flâner. El flâneur es aquel que camina sin rumbo fijo, dejándose llevar por el azar o la curiosidad. El verbo fue acuñado en esta misma ciudad, que permite tantos itinerarios como viajeros. Nuestro recorrido se extenderá desde la Torre Eiffel hasta la monumental Biblioteca Nacional François Mitterrand. Sin alejarse demasiado del río, uno podrá disfrutar del arte impresionista en el Museo d’Orsay, del trazado medieval de las callecitas del Barrio Latino, de los laberintos del Jardin des Plantes (Jardin Botánico) hasta desembocar en el Distrito XIII (13eme Arrondissement), donde la arquitectura moderna desafía los clichés románticos de la ciudad.

La torre y los museos
“¿Estás seguro de que no la armaron con Legos?”, le pregunta un chico a otro desde la cima de la Torre Eiffel. Entre la bruma de un día algo nublado, los edificios parecen hechos con cajitas de fósforos. El Sena parte la ciudad en dos y resaltan a ambos lados algunas formas conocidas: el Arco del Triunfo, la cúpula dorada y filosa del Palacio de los Inválidos, la silueta blanca de la iglesia de Sacré Coeur.

Es cierto que las colas son largas, que la multitud aprieta en los ascensores, que hay que armarse de paciencia para sacarse la foto con las vistas más solicitadas, pero más allá de los imperativos turísticos, las panorámicas desde el tercer nivel de la Torre son ideales para armar el rompecabezas de la ciudad antes o después de haberla recorrido.

De espaldas a la Torre Eiffel, continuamos nuestro camino por la orilla izquierda del Sena hasta un modernísimo edificio de formas angulosas, paredes vegetales y estructuras de vidrio. Se trata del Museo Quai Branly, inaugurado en 2006 siguiendo el diseño del arquitecto Jean Nouvel. El lugar reúne más de 300 mil piezas –de las que se exhiben 3.500– provenientes de Africa, América, Asia y Oceanía. En otras palabras: arte “no europeo”.

¿Cuánto hay de etnocéntrico en armar un museo para “culturas no europeas”?, podría preguntarse uno, mientras cae en la cuenta de que la Argentina pertenece a aquellas latitudes que por aquí se consideran “exóticas”.

Susceptibilidades al margen, el Branly bien vale una visita por la calidad de las obras y por la puesta en escena. No hay salas como en los museos tradicionales, sino espacios delimitados por las mismas piezas de arte, entre paredes de cristal, cavidades a media luz, sonidos, paisajes, música y palabras. La iluminación teatral destaca figuras, vestimentas y utensilios que viajaron desde la Polinesia, el Sahara, La Gran Muralla China o el Lago Titicaca. Uno sale con la sensación de haber dado la vuelta al mundo en un par de horas.

La siguiente escala será en el Museo d’Orsay, conocido –injustamente– como “Museo de los Impresionistas”. El arte aquí lleva la marca de lo europeo y de las vanguardias que surgieron entre 1848 y 1914: realismo, simbolismo, divisionismo y, por supuesto, impresionismo. Van Gogh, Gauguin, Degas, Monet, Seurat, entre muchos otros famosos, habitan bajo el techo de vidrio y hierro de este edificio inaugurado como estación de trenes para la Exposición Universal de 1900.

Mientras que en el Museo Branly las culturas “no europeas” se despliegan en un ambiente oscuro con dramática iluminación, en el Orsay la luz natural se cuela por los enormes paneles de vidrio que cubren el techo. Las esculturas del pasillo central lucen congeladas en un tiempo sereno y blanquecino. Al fondo, el antiguo reloj de la estación anuda el paso del tiempo, que ya no es el de los pasajeros apurados en busca del tren, sino aquel tiempo suspendido que se respira en los museos.

Libros y poemas
“Caminaba a orillas del Sena/ un viejo libro bajo el brazo/ el río se parece a mi pena/corre y no se repone”, escribió alguna vez Guillaume Apollinaire. El paisaje que vio el poeta habrá sido muy diferente del actual, pero hay algo que se mantuvo invariable: los puestos de los bouquinistas. “Bouquin” llaman los franceses a los libros, que aquí se consiguen en los puestos que se extienden por más de tres kilómetros a lo largo del Sena. Estas librerías tienen una tradición que se remonta a varios siglos y se jactan de constituir la feria de libros a cielo abierto más grande del mundo. Los bouquinistas atesoran su mercadería en cajas de metal verde que cada día se abren por la mañana y se cierran al atardecer. Este es un buen lugar para comprar libros usados, antiguos mapas y postales, láminas, fotos o algún souvenir.

El recorrido no estaría completo sin una visita a Shakespeare and Company. A pasos de la Catedral de Notre Dame, el pequeño local tiene estanterías que desbordan libros en inglés, escritorios, sillones y hasta camas para dar refugio a sus huéspedes. Alguna vez este lugar acogió a Allen Ginsberg y William Burroughs, entre otros escritores de la generación beat. Aquí también se filmaron películas como “Antes del atardecer” y “Medianoche en París”.

Entre las bibliotecas, hay cientos de leyendas manuscritas que se disputan un lugar en las paredes, como si se tratara de botellas lanzadas al mar. “Un día voy a aprender cómo usar la máquina de escribir”, se ilusiona alguien en un mensajito de papel. A pocos metros, un joven intenta recrear la mística de la generación perdida, desparramado en un sillón, con una computadora sobre la falda. A su lado, frente a una ventana con una magnífica vista de Notre Dame, languidece una máquina de escribir con carro que ya no funciona.

La búsqueda de libros continúa por el bulevar Saint-Michel, donde se podrá hurgar en los anaqueles de las famosas librerías Gibert-Jeune y Gibert Joseph, que presumen de reunir trescientos mil ejemplares nuevos, usados, clásicos o vanguardistas, en una decena de edificios distribuidos por este rincón de la ciudad. Desde el bulevar se puede acceder también a La Sorbona, una de las primeras universidades de Europa, fundada en 1253, que aún convoca a estudiantes de todo el mundo. Precisamente el barrio debe su nombre a los profesores y alumnos que hablaban latín de este lado del Sena. El camino lleva luego al Panteón, que guarda los restos de Voltaire, Marat, Rousseau, Victor Hugo y Emile Zola, entre otras figuras y, más adelante, a los Jardines de Luxemburgo, lugar ideal para apoltronarse en alguna de las reposeras verdes sembradas junto al estanque, y disfrutar de los libros que compramos en el camino.

Existencialismo urbano
Alguna vez París fue una villa medieval surcada por callejuelas sinuosas y estrechas que se enredaban sin ninguna planificación. A mediados del siglo XIX, aquella ciudad abigarrada dio paso a los robustos bulevares impulsados por Georges-Eugéne Barón Haussmann, que cambió para siempre el aspecto de la ciudad con su ambicioso plan de urbanización. De este lado del Sena, los bulevares Saint-Michel y Saint-Germain forman parte de esa ciudad ordenada y racional. La ciudad antigua, sin embargo, aún respira más allá del trazado simétrico de las avenidas.

El Barrio Latino está atravesado por enjambres de calles rebeldes que se enredan a pocos pasos del Sena. Una de las más encantadoras es la Rue de la Huchette, donde se encuentra el Teatro de la Huchette y la legendaria Caveau de la Huchette, que supo convocar a glorias del jazz como Art Blakey, Bill Coleman, Sacha Distel y Will Bill Davis. Esta es la calle que recorría Horacio Oliveira, el protagonista de Rayuela, mientras se preguntaba: “Quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas”.

Algo de ese misterio persiste en el diminuto callejón que lleva el nombre rue du Chat-qui-Pêche (Calle del gato que pesca). Esta calle, que tiene fama de ser la más angosta de París, forma un pasadizo entre la Rue de la Huchette y el Sena, por donde nunca se cuelan los rayos del sol.

La Rue de la Huchette, la Rue Saint-Severin y la Rue de la Harpe, arman un laberinto de calles peatonales rodeadas de edificios antiguos. La zona resignó su espíritu bohemio de clubes y cafetines, para convertirse en un rincón cosmopolita donde abundan los restaurantes griegos, marroquíes, tailandeses y, por supuesto, franceses. Este es el lugar ideal para comer si uno busca precio y variedad, con opciones muy económicas que incluyen entrada, plato y postre. La competencia por acaparar turistas es feroz y los restaurantes suelen tener en la puerta un promotor que llama a los gritos a los posibles comensales, improvisando frases en todos los idiomas. La vieja costumbre medieval del pregón, en un barrio que se fue amoldando a los intereses del turismo.

Al otro lado de la Place Saint-Michel, por la calle Saint-André des Arts, se esconde un entramado de callecitas peatonales con bares, cines y teatros. Para quienes rastreen algo de historia, el edificio neoclásico adornado con columnas es el Teatro del Odéon, inaugurado por María Antonieta en 1782, y tomado por los estudiantes durante el Mayo Francés. El teatro y la Sorbona fueron algunos de los escenarios del movimiento estudiantil que en 1968 soñaba con “la imaginación al poder”.

Poco queda de aquellos ideales revolucionarios en el aristocrático bulevar Saint-Germain, donde las tiendas de moda alternan con locales de diseño, cafés y restaurantes gourmet. Pero para los nostálgicos que todavía anden en busca de los viejos reductos intelectuales de París, aún se puede tomar un café en los legendarios Café de Flore y Les Deux Magots, frente a la magnífica iglesia de Saint Germain des Prés. Aunque los precios sean elevados, y entre las mesas ya no se escuchen las discusiones existencialistas de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, ni se vea a Pablo Picasso esbozando sus dibujos, ni a André Bretón redactando el Manifiesto Surrealista, por un momento uno puede evocar aquellos buenos tiempos y soñar con que alguna musa inspiradora aún siga dando vueltas.

Un jardín en el horizonte
El bulevar Saint-Germain desemboca en el Sena, donde se levanta el Instituto del Mundo Arabe, un edificio vidriado, obra del arquitecto Jean Nouvel, también artífice del Museo Quai Branly. Aquí nos detendremos a admirar la fachada sur, donde las ventanas juegan con las luces y las sombras a través de un sofisticado sistema de células fotoeléctricas. Las piezas se mueven para regular la entrada de luz, creando formas geométricas que imitan la decoración de las construcciones árabes. En el edificio funciona un museo, una librería, un auditorio y un restaurante libanés en la terraza, que tiene una vista imperdible de la Catedral de Notre Dame.

La próxima parada será en el Jardin des Plantes, que alberga el zoológico, el Jardín Botánico y el Museo de Ciencias Naturales. Este es el lugar donde Julio Cortázar ambientó el cuento Axolotl.

“Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardin des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl”, comienza la historia.

Lejos de la inmovilidad anfibia del axolotl, el Jardin des Plantes tiene el movimiento de un hormiguero. Hay chicos que juegan a la escondida, mujeres que pasean envueltas en pieles, deportistas de paso apurado, flâneurs en busca de revelaciones. Rosedales, invernaderos de cristal, refugios de madera para las abejas y arbustos podados con rigurosa geometría, son algunos de los espacios que componen los once jardines. Y están también los rincones salvajes, de árboles desmadrados y ramas entreveradas, que se rebelan contra la simetría del conjunto.

En el punto más alto del Jardin des Plantes hay un laberinto de ligustros que desemboca en la Glorieta de Buffon. Esta estructura desnuda y perfecta data de 1788, y es una de las construcciones metálicas más antiguas del mundo. Caminamos hasta la cima y subimos a la glorieta. El dibujo de la cúpula divide al cielo como en un caleidoscopio; hacia el frente se ve el minarete de la Mezquita de París, que exhala los acordes del llamado a la oración.

La última escala será en el moderno distrito XIII, un proyecto urbanístico de fines de los 90 que lleva, precisamente, el nombre de Rive Gauche, y que algunos llaman el nuevo Barrio Latino. Allí se levantan los cuatro libros de cristal abiertos y colosales que albergan la Bibliotheque François Mitterrand, sede principal de la Biblioteca Nacional de Francia, diseñada por el arquitecto Dominique Perrault. Las colecciones de la BnF son únicas en el mundo y comprenden 14 millones de libros, además de manuscritos, estampas, fotografías, mapas, monedas, medallas, documentos sonoros y videos.

Circulamos bajo tierra, alrededor de un jardín rodeado por ventanales de vidrio. Las salas de lectura y los salones de exposiciones están dispuestos en largos pasillos, que encierran un bosque de una hectárea cerrado al público. Un guardia nos informa que nuestro acceso está limitado a estos niveles subterráneos, y que los cuatro grandes rascacielos minimalistas, cuyas inspiradoras panorámicas son fáciles de imaginar, están reservados a funcionarios y empleados.

La mirada vuelve sobre el jardín, al que tampoco podremos acceder. Un sillón de diseño frente a una de las paredes de vidrio invita a contemplar el oasis vegetal, como si alguien hubiera dibujado un gigantesco mandala de pinos entre los edificios. Unas láminas pegadas sobre las ventanas invitan a descubrir las aves y plantas que habitan en el paraíso atrapado detrás de los cristales.

La belleza del jardín lo mantiene aislado y distante. Pero lo inasible no es condición para lo bello. En París la belleza se ofrece a los sentidos sin cristales de por medio. Y uno piensa entonces en las máscaras dormidas en el Quai Branly, en el pincel ajado de los impresionistas, en las palabras olvidadas en los cafés, o en las infinitas nervaduras de una hoja del Jardin des Plantes. París es una rayuela de pasos desordenados, que nos regala el cielo con cada salto.



IMPERDIBLE

Puentes sobre el Sena
El río Sena está atravesado por 33 puentes que conectan la Rive Gauche con la Rive Droite, y las islas con el resto de la ciudad. La Isla de la Cité es el corazón de París, donde se encuentra la Catedral de Notre Dame, el Palacio de la Conciergerie, el Palacio de Justicia y la Sainte Chapelle, con sus magníficos vitrales que datan del siglo XIII.
La Isla Saint-Louis es un oasis de tranquilidad y sofisticación, poblado de antiguas mansiones del siglo XVII, coquetas boutiques, bares y galerías de arte. Sobre la calle principal, la heladería Berthillon tiene fama de vender los mejores helados de París.
El recorrido de los puentes es otro de los paseos recomendados. El puente Alejandro III tiene la reputación de ser el más atractivo de París, gracias a sus sinuosos candelabros y esculturas.
El Pont des Arts es otro lugar célebre, donde los enamorados atan un candado para sellar su amor y luego lanzan las llaves al río. Este es el punto donde La Maga y Horacio Oliveira, los protagonistas de Rayuela de Julio Cortázar, se encontraban sin buscarse.
El Pont-Neuf también es muy visitado. Se trata de una construcción con aires de fortaleza medieval que, a pesar de su nombre (se traduce como “Puente Nuevo”), es el más antiguo de la ciudad. Aquí bailaban bajo una lluvia de fuegos artificiales Juliette Binoche y Denis Lavant, protagonistas de la película “Los amantes de Pont-Neuf”.



MINIGUIA

Cómo moverse
París es una ciudad ideal para recorrer a pie. Las distancias entre una atracción y otra son relativamente cortas.
Existe un sistema de alquiler de bicicletas llamado Vélib’, que permite comprar abonos por un día, una semana o más (www.velib.paris.fr).
El metro es el medio de transporte más rápido y eficaz para desplazarse por la ciudad. Con 16 líneas que se cruzan entre sí –y casi 300 estaciones–, cualquier destino que uno elija tendrá una estación de metro cerca. Cada ticket cuesta 1,70 euros; los 10 tickets cuestan 13,70 euros (6,85 euros es la tarifa reducida para menores de 10 años). También existen distintos abonos disponibles según la cantidad de viajes y zonas a recorrer (www.ratp.fr).

Dónde alojarse
Las posibilidades de alojamiento incluyen infinidad de opciones entre hoteles, departamentos de alquiler temporario, appart hoteles, cuartos de huéspedes y hostels.


Dónde informarse
www.parisinfo.com
www.francetourisme.fr

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