Centenarias tradiciones y sitios arqueológicos son parte de un recorrido por la Quebrada de Humahuaca. Los atractivos de Tilcara, Maimará y Purmamarca, entre otros pueblos.
La ruta 9 corre junto al lecho seco del río. Al pie de las montañas, los pueblos de la Quebrada de Humahuaca amanecen temprano. Purmamarca, Tilcara, Humahuaca: la música que vive en estos nombres resuena entre las cumbres de los cerros que embellecen Jujuy.
Es una naturaleza austera y bella, hecha de adobe, de lana de llama, de las tonalidades que una antigua piedra sabe esconder. Las mantas tejidas por manos humahuaqueñas reflejan el anaranjado, el ocre y el verde de la Cordillera. También el fucsia brillante que lucen las flores de los cactos.
Hace más de diez mil años que estos paisajes ven pasar a los hombres, les dan cobijo y los desafían. Aquí vivieron los omaguaca y los maimará. Después llegaron los españoles y por la Quebrada pasó la ruta hacia los metales preciosos del Alto Perú. Más tarde, toda la población jujeña batalló contra los ejércitos realistas.
“Fue una época de mucho sacrificio”, cuenta Miguel, un vendedor de artesanías e improvisado profesor de historia junto a las escalinatas del Monumento a los Héroes de la Independencia, en la localidad de Humahuaca. “Pero este es un pueblo fuerte y agradecido”, agrega con una sonrisa.
Agradecido a la Pachamama, por sobre todas las cosas. Es la Madre Tierra, que hace crecer la papa y el maíz, ofrece el material para el adobe de las casas, barro y arcilla para los platos, las ollas y las vasijas. De sus brotes se alimenta la llama, que da su lana para los tapices. En la Pachamama descansan los ancestros.
Junto a la iglesia, los visitantes esperan la estatua de San Francisco Solano, que todos los mediodías sale del campanario. En el mercado, las puesteras aprontan las humitas y los tamales porque se acerca la hora del almuerzo. Las bolsas de arpillera rebalsan de especias, pimientos y papas de todos los tamaños y colores.
Un pueblo con vista al valle
Desde la plaza principal y la feria de artesanías suben las callecitas empinadas de Tilcara. Con cada nueva curva se forma una terraza y una cabaña o una hostería promete la mejor vista del valle.
Frente al mercado, el Museo Arqueológico y sus colecciones de objetos y utensilios dan una idea de lo que era la vida cotidiana de los pueblos andinos antes de la conquista (la entrada de 15 pesos permite acceder al museo, el Jardín Botánico de Altura y el Pucará). De allí, la caminata sigue hacia el jardín, donde los más chicos de una familia intentan tocar a una llama que come entre los cardones. “No se asustan de la gente”, aclara el guía.
El próximo paso es cerro arriba, en el Pucará que los omaguacas levantaron hace nueve siglos. Algunas de estas viviendas y pircas desafiaban la constante erosión del viento, pero una parte tuvo que ser reconstruida.
El guía lleva al grupo por los distintos “barrios”: el de la entrada, el del templo y el del monumento (una pirámide truncada, añadida en el siglo XX, durante la reconstrucción). Las puertas angostas y las paredes sin ventanas conservan el calor. Alguna vez una comunidad entera vivió, se alimentó y soportó duros inviernos al amparo de estas rocas.
Rumbo al sur por la ruta 9, Maimará es uno de los grandes secretos del valle. A la vera del río Grande hay una zona fértil de quintas, huertas y cultivos de flores. De fondo están las paredes coloridas de los cerros, un arco iris grabado en la roca, un capricho de la naturaleza conocido como “La paleta del pintor”.
Si hay tiempo, se recomienda dejar el auto en el camino de ripio y cruzar el río Grande –pese a su nombre, no es tan caudaloso–, para visitar la bodega Fernando Dupont y sus viñedos de altura. A 2.500 metros sobre el nivel del mar, las uvas malbec, syrah y cabernet sauvignon maduran bajo los rayos del sol andino.
A 3 km de Maimará, el Museo Histórico Posta de Hornillos recrea la época en que la casa colonial era una escala –establecida por Gregorio Alvarez Prado– en la ruta que unía el Alto Perú con el Virreinato del Río de la Plata. Aquí descansó el general Manuel Belgrano después de la victoria de sus tropas en Tucumán y Salta.
De la ruta 9 se desvía hacia el oeste la ruta 52, que lleva a Purmamarca, la postal más conocida de la región. Los turistas deambulan y se encuentran por las callecitas bajo el sol, en las peñas y en las puertas de los locales que venden ponchos y tapices tejidos. Suben en hileras hasta un mirador, desde el cual se puede contemplar el pueblo y su famoso Cerro de Siete Colores.
Los tonos violetas y amarillos que llenan de vetas la ladera del cerro contrastan con la blancura de la pequeña iglesia consagrada a Santa Rosa de Lima. En la plaza, bajo la sombra de los árboles, se instala el mercado artesanal. Los lugareños ofrecen ponchos de lana de vicuña y llama, pulseritas de alpaca y collares, que se disponen sobre los tablones de sus sencillos puestos.
Rumbo a la Puna
Purmamarca es también la puerta de entrada al Camino de la Puna, que lleva por la Cuesta de Lipán hasta las Salinas Grandes, el umbral del altiplano. Hasta alcanzar la alfombra blanca de sal que se extiende hasta la Cordillera, brillante y luminosa bajo un cielo siempre azul, conviene transitar con mucho cuidado la cuesta. El paisaje al costado del camino es conmovedor, pero constantemente la ruta trepa o rodea los cerros, lo que lo transforma en un enmarañado ovillo, lleno de curvas y contracurvas al borde de precipicios. Una vez que desciende a una planicie, en el horizonte se alcanza a observar la cumbre del Nevado del Chañi.
A un costado de la ruta están los piletones labrados por los trabajadores de las salinas. Del otro lado, junto a un parador, las mujeres venden sus artesanías elaboradas con sal. Una pareja compra dos réplicas de llama: ella practica su castellano, mientras el hombre guarda la compra en su mochila. “Somos suizos de Zürich, mucho más pequeño que esto”, explican señalando hacia el lejano horizonte. El viento fresco sopla desde las montañas y llega la hora de despedirse de las salinas. Es hora de tomar las últimas fotos de este fascinante paseo por el norte de Jujuy. Una mirada final pretende llevarse a casa todos los detalles de este increíble paisaje puneño. “Es de otro mundo”, grita alguien antes de regresar a su vehículo, listo para regresar.
IMPERDIBLE
Casi escondido en la Cordillera, Iruya está ubicado en la provincia de Salta, pero forma parte del circuito de la Quebrada, ya que sólo es accesible desde Jujuy. Se llega en tres horas con el colectivo Transporte Iruya desde Humahuaca, que cuesta $ 76 ida y vuelta. El pueblo parece colgado de los cerros: sus casitas aprovechan cada desnivel y cada elevación, donde los pobladores viven de la cría de ganado y del cultivo de maíz y papa en pequeñas terrazas sobre los cerros, mientras conservan sus costumbres ancestrales y ritmo tranquilo. El micro se detiene en la plaza, frente a la iglesia, parte del pequeño centro con resabios de arquitectura colonial. Otro detalle llamativo es la impactante vista de los ríos Milmahuasi y Colanzulí, que corren al pie de las montañas.
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