Primavera mágica en Praga
La vibrante capital de la República Checa en un paseo por sus parques, plazas, puentes, cervecerías y rincones literarios
Los países se descomponen. Praga permanece. Cuando se cumplen 100 años de la creación de Checoslovaquia, una tozuda realidad cuestiona su efemérides. Aquella nación surgida de la desintegración del Imperio Austrohúngaro tras la Primera Guerra Mundial ya no existe. Praga, sí. La dinámica de descomposición tras la caída del Muro de Berlín partió en dos en 1992 el proyecto surgido en 1918. Pero como el espíritu del lugar se muestra ancestralmente esquivo y paradójico, hoy checos y eslovacos, separados y unidos en una sintonía de confianza mutua, reivindican conjuntamente esa aspiración truncada con la capital eterna como referencia.
Primavera mágica en Praga
Hablamos de una ciudad cuya autosuficiencia enraíza en el siglo XIV, tal como la concibió Carlos IV. El primer rey de Bohemia y emperador del sacro imperio germánico la catapultó al futuro empeñado en emular a las grandes capitales del mundo. Consiguió así que el lugar se justificara a sí mismo. Que Praga fuera capital de Praga, inspirada tanto en París como en Jerusalén. Altiva y discreta. Sabia, ordenada y escéptica. Ella sola se basta y se sirve, aunque hoy la dinámica caprichosa de la peripecia centroeuropea la coloque como referencia de la República Checa.
Uno puede andar alrededor de la ciudad durante horas sin apenas pisar asfalto y con vistas que atrapan a cada paso
Será un capítulo más de su historia. Como reina perpetua de Bohemia, sobrevivió a un turbio, violento y fascinante pasado que anduvo a expensas de epidemias, saqueos e invasiones múltiples entre Oriente y Occidente. Hitler la sometió como prólogo a la Segunda Guerra Mundial. Los soviéticos la ocuparon hace 50 años para aplastar su vibrante y truncada rebelión primaveral.
Con razón, como deudores de esa ambigua pasión que la ciudad muestra hacia la alquimia, Praga y los checos sufren el síndrome de los años que acaban en ocho: en 1918 se proclamó Checoslovaquia. En 1938 empezó la ocupación nazi. Una década después quedó en manos de la telaraña estalinista adscrita al bloque soviético. Siempre se encontró incómoda en ese agujero. Tirante y fuera de sitio. Inequívocamente centroeuropea más que otra cosa. Luego, el sueño frustrante de su propio 68 desbarató el desesperado intento de abrirse a la democracia… ¿Ahora qué?
hora Praga es una certeza en mitad de la dispersión perpetua. Con un alma que mira de reojo al este y un pie tambaleante en la idea de Europa. La ciudad resiste como auténtica prueba de sí misma. Con una personalidad secular trufada de mestizajes. Como un sabroso símbolo de multiculturalidad que muestra dicho carácter poliédrico en sus calles, sus barrios, sus parques. En su arquitectura, sus teatros, sus cafés, sus tabernas, en los tranvías y los cementerios.
En la ciudad se proclamó Checoslovaquia en 1918, en 1938 cayó bajo los nazis y en 1968 vivió su revolución
Pasear por Praga supone un continuo cruce de fronteras. De calle en calle. De sus rasgos eslavos y su gravedad alemana a la conciencia judía. Ese es su más firme triángulo secular dentro de la permanente referencia austrohúngara. Y aun así, ha logrado una asombrosa coherencia. La define esa línea soterrada y visible que une el medievo con el Barroco y el neoclasicismo con el art déco. La única condición para que cada una de las épocas deje huella sin temor a ser borrada es innegociable: la belleza.
Pocos lugares en el mundo se muestran más alérgicos a la fealdad que Praga y la República Checa. Todo debe su razón de ser o permanecer a la ley de la medida y la sintonía con el espacio. En conjunto o en línea con la invasiva discreción de sus parques y los bosques que la rodean. Tan solo el castillo y la catedral de San Vito (del siglo XIV) emergerán de su silueta proporcionada, medida, horizontal. Entregada a un sutil rechazo de toda ostentación, marcada por los cientos de agujas de sus iglesias que la convierten en una amable especie de nido de murciélagos arquitectónico.
Un anillo verde
Un buen método para huir de las oleadas de turistas y no perder un ápice de sus vistas es pasearla encadenando parques. Uno puede andar alrededor de la ciudad sintiéndose dentro en todo momento durante horas y horas, sin apenas notar bajo sus pies la adherencia del alquitrán. La vista de la ciudad a media altura atrapa permanentemente la atención con la línea del río Moldava como guía delicada y sinuosa.
Desde abajo, por los jardines Kinsky, puede emprenderse la ruta desde el monte Petrín hacia el castillo de Praga. Uno evita las aglomeraciones de Malá Strana —y las escaleras— para plantarse cobijado por los cerezos en el monasterio de Strahov. De ahí, conviene recorrer una parte del empedrado y situarse en los barrios de Loreta o Nuevo Mundo. Al paso, ahondar en el misterio de Dvorák al componer su novena sinfonía, la del Nuevo mundo. ¿Encontró tanta inspiración en ese rincón de Praga como en América?
La Casa Municipal acoge la maravillosa sala Smetana, con su bello café y sus frescos de Alfons Mucha
Por el camino conviene detenerse en el palacio Cernín, hoy Ministerio de Asuntos Exteriores y en el pasado uno de los edificios barrocos donde más decisiones cruciales se han adoptado dentro del país para el futuro de la humanidad. Allí, los checos de bien aún lamentan cómo el KGB, con casi total probabilidad, suicidó en 1948 a Jan Masaryk. Era hijo de Tomás, padre de la patria, y cayó desde la ventana de su baño en extrañas circunstancias. Un método expeditivo. Más cuando se trataba del único miembro del Gobierno que se oponía entonces al influjo totalitario de Stalin. En su salón principal, el sátrapa Reinhard Heydrich —delegado nazi en la zona y cerebro junto a Himmler del diseño de la solución final del Holocausto— proclamó la anexión de los Sudetes y el fin de la independencia. Lo hizo en la misma sala donde cuatro décadas después se ventiló el Pacto de Varsovia en época de Václav Havel.
La siniestra figura de Heydrich cuenta con otro lugar de referencia en la ciudad muy presente en HHhH, la novela magistral de Laurent Binet. Ahí, el escritor francés cuenta su asesinato y la posterior aniquilación de los héroes paracaidistas checoslovacos que acabaron con su vida. Fue en la iglesia de San Cirilo y Metodio, donde Gabcík y Kubis se atrincheraron y fueron aniquilados como escarmiento. Hoy todavía pueden apreciarse velas de homenaje a su hazaña. Pero eso nos desvía del camino…
Desde el palacio Cernín se accede hacia el jardín Jelení Príkop, o foso del ciervo. Y de ahí se llega por Královská Zahrada (los jardines reales) hasta el palacete de verano de la reina Anna, esposa de Fernando I de Habsburgo en pleno Renacimiento. Un puente sobre la carretera separa ese lugar desde donde se disfruta de una vista única del armazón del castillo y de la oscura monumentalidad gótica de San Vito hasta Chotkovy Sady y al parque Letná.
Allí domina el espacio un reloj donde antes se había erigido la inevitable estatua de Stalin. Unas escaleras descienden de nuevo hacia el río sin olvidar el lugar como uno de los escenarios que marcaron las manifestaciones de la Revolución de Terciopelo, en 1989. Pero desde abajo se puede acceder al parque Stromovka y al Zoológico. Y así engarzar con el entorno de Sarka para conformar un glorioso semicírculo verde más o menos fiel en su trazo a la ribera del Moldava.
El paseo es una panorámica perfecta con vista continua y próxima de la ciudad. Un refrescante aperitivo para perder miedo a entrar en el meollo. Y ahí las dudas se multiplican a la hora de elegir un principio para el recorrido. Si entramos en la plaza Vieja, debemos ser conscientes de que pisamos el escenario de lo más glorioso y siniestro de la ciudad. En medio se alza la estatua de Jan Hus, famoso filósofo en la historia checa. Alguien que, lejos de haberse adaptado a las circunstancias, dijo no y fue llevado a la hoguera como hereje partidario de una reforma protestante. El otro polo de atracción de la plaza, más allá de su ancha y atrabiliaria figura, es el reloj astronómico pegado a la pared del Ayuntamiento y construido en 1410.
El Golem, guardián eterno
Si consideramos epicentro a la plaza Vieja, se nos presentan a continuación varias opciones de itinerario. Hacia el barrio judío, hacia la plaza de Wenceslao, hacia la Casa Municipal que acoge la maravillosa sala Smetana —una de las sedes principales del festival Primavera de Praga—, con su precioso café y sus frescos de Alfons Mucha como referente de todos los modernistas praguenses. O hacia el puente de Carlos…
Si escogemos la primera opción, seguimos por la calle de París, puro lujo refulgente de grandes marcas y coches suntuosos aparcados en las aceras. Conduce directamente al complejo custodiado por el Golem, guardián eterno de la ciudad, con una parada obligada: la sinagoga española y el cementerio. Ese laberinto de piedra sedimentada y montículos caóticos nos conduce a una de las almas irrenunciables de Praga. Directamente a la memoria de unos habitantes que, con el purgatorio del gueto de Terezín, acabó en gran parte exterminada en los campos por los nazis.
Dos son los camposantos realmente impactantes de la ciudad: el judío y el de Vysehrad, en un entorno rodeado de sus murallas. Al visitar ambos, pasamos de la inquietante discreción de las piedras hebreas puntiagudas al suntuoso panteón colectivo donde descansan grandes poetas, músicos, políticos, científicos, arquitectos, pintores, pensadores… Eminencias que han forjado el carácter de la ciudad.
La sinagoga de Jerusalén, en Praga. getty images
Si desde la plaza Vieja nos dirigimos al puente de Carlos, acabaremos rendidos a la evidencia de otra maravilla. Tumultuosa, pero maravilla. Sería la ruta que elegiría Ivan Klíma, autor de El espíritu de Praga, uno de los escritores checos contemporáneos que mejor han reflejado la ciudad, con permiso del genio hoy autoexiliado de Milan Kundera. Dice Klíma que el puente de Carlos representa un símbolo del cruce europeo entre Oriente y Occidente. “También la peculiar invulnerabilidad de la ciudad y su capacidad para recuperarse de los desastres”, escribe.
Cuando uno consigue sortearlo entre tanto transeúnte, repara en la insospechada riqueza de sus estatuas. Son símbolo de esa obsesión de Carlos IV por sacralizar la ciudad a cada paso. Su robustez de piedra y sus torres fronterizas que conducen al embrujo de Malá Strana. El barrio pequeño preludia con su poderosa personalidad de miniatura el ascenso camino del castillo.
La música de Smetana, Dvorák, Mozart o Janácek se hace presente en el Rudolfinum o en el Teatro Nacional
Esa delicatessen urbanística hace de frontera entre recovecos, edificios de aroma austrohúngaro, iglesias, monasterios reconvertidos en hoteles donde se degustan algunas de las mejores cervezas artesanales de la ciudad, parques escondidos, huertas, capillas, signos de logias masónicas, bares en penumbra donde aún se sirve absenta o presencias espectrales de poetas como el genio de Vladimír Holan, habitante de una preciosa casa en la Kampa, al borde del río.
El barrio respira aún la esencia que describió uno de los grandes clásicos checos, Jan Neruda. Fue su cronista, un genio del folletín al que se le conoce casi menos por sus propios méritos que como inspirador para el seudónimo de Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto: el poeta chileno que se hizo llamar Pablo y tomó prestado el apellido de su colega checo.
¿Café o taberna?
Si a las grandes ciudades les definen sus dicotomías, en Praga resultan permanentes. Difícil elegir una plaza frente a otra, un parque, un cementerio, un estilo. O una forma de vida como la siguiente: ¿café o taberna? Los escritores más gloriosos dejaron claras sus predilecciones. Cafés preferentemente para los judíos y los alemanes; tabernas, los checos. También los hay que alternaban ambos foros. Un recorrido fastuoso nos lleva tras los pasos y los sorbos de Kafka, Max Brod, a los que se unió durante su estancia allí Albert Einstein… O Rilke, Seifert, Havel, Kundera, que nos conducen al Savoy, al Louvre, al Slavia... También hacia el Imperial, maravilloso café y restaurante, como el propio Savoy, ambos con su estilizado aire art déco.
En el cementerio Vysehrad descansan artistas, políticos y científicos que forjaron el carácter de la urbe
Por el contrario, en el caso de Jaroslav Hasek o Bohumil Hrabal queda un testamento de espuma dentro de las tabernas abovedadas como el Tigre de Oro, junto a la plaza Vieja, que sobrevive como la preferida del autor de Yo serví al rey de Inglaterra o Trenes rigurosamente vigilados. El compromiso de Hrabal con la cerveza es mítico, según le confesó a su biógrafa Monika Zgustova: “Me daré la extremaunción yo mismo con una Pilsner”. Y a bebidas más contundentes como el Slivovice se dedicaron, entre otros, Kundera o Jaroslav Hasek, autor de Las aventuras del buen soldado Svejk, algo así como el Quijote checo. Hasek fue coetáneo de Kafka. Y ambos representaron el genio de una ciudad bifurcada en dos idiomas a principios del siglo XX: el autóctono y el alemán en que escribía el autor de La metamorfosis.
Ninguno de los dos habría elegido alguno de los monasterios de referencia de la ciudad para rezar el rosario. Pero sí para tomarse unas cervezas elaboradas por los propios monjes. No conviene largarse sin probar la de Strahov, ni la negra de los agustinos en pleno Malá Strana, ni tampoco, algo más alejado, la de Brevnov.
Ciudad melódica
Lo mismo que nadie debiera pasar por alto una sesión en alguno de sus teatros, óperas y salas de concierto. Porque Praga es también música. Como en el caso de los escritores y poetas que la han habitado, además de artistas, filósofos o científicos eminentes, los músicos la han conformado tal como es. El sonido de Smetana, Dvorák, Suk, Mozart, Martinu, Janácek… se hace presente en la Casa Municipal, en el Rudolfinum o en el Teatro Estatal, donde Mozart estrenó Don Giovanni. Por no hablar del Teatro Nacional, junto al río y frente al café Slavia, centro de operaciones de actores, oficina de Havel, abrevadero del Rilke más joven, nacido en Praga en 1875.
Allí, junto al puente Most Legií, que cruza hacia Petrín en paralelo al de Carlos, cerramos el círculo justo donde los tranvías barruntan su sinfonía de piedra y metal. En esta ciudad de vértices insospechados, colinas amables, entre el agua regeneradora del Moldava y un buen puñado de aves que parecen renunciar a su carácter de paso para quedarse atrapadas en sus entrañas, fluyen la vida y las encrucijadas de Europa.
Entre las piedras eternas que la protegen suspira la discreta seducción de su misterio. La ciudad que encierra en sí misma un universo propio. Praga. Principio y fin. Ensimismada e hipnótica. Ajena al presente, leal a su propia estela de singular eternidad.
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